Lo de funcionario no es
trabajo ni actividad, ni siquiera afición, sino una determinada actitud ante la
vida, una forma de estar en el mundo, que incluso trasciende al más allá. Así
lo anuncia últimamente la publicidad de una academia dedicada a la fabricación
de funcionarios por correspondencia: “Le preparamos para ganar un sueldo
eternamente”.
Y cuando digo funcionario
no me refiero a docentes ni a médicos, que también lo son por Boletín Oficial,
pero no stricto sensu. Tampoco lo son, por el mismo sensu, los
militares y fuerzas de seguridad. Entre éstos, no obstante, hay diferencias,
interpretan la legalidad a la hora de rellenar la profesión en un formulario.
El militar-militar pone militar -y casi se cuadra al escribirlo-. De
guardias civiles y policías nacionales, hay cada vez más que se protegen
poniendo funcionario. La mayoría de policías locales -los
municipales-de-toda-la-vida- ponen funcionario para aliviar complejos
profesionales; aunque algunos se ambigúan policía para evitar la minoración
de municipal.
Pero no. El auténtico
funcionario es el que antes encontrábamos parapetado tras la máquina de
escribir y ahora tras el ordenador, pero siempre entre un mar de papeles, o al
otro lado de un mostrador o ventanilla en plan flemático cuando menos.
No digo que Larra no
tuviera razón, que la sigue teniendo, sino que del Romanticismo para acá se ha
avanzado mucho en cuestión de funcionarios. Ahora no te amargan con el “vuelva
usted mañana”, no, ahora son más sutiles, ¡dónde va a parar!, ahora te dicen:
“Le falta la fotocopia del DNI, hay una papelería con fotocopiadora tres
calles más allá, pero esta ventanilla cierra dentro de cinco minutos, usted
verá”.
El funcionario es un
personaje literario recurrente. Quiero decir que tradicionalmente ha sido
denostado en literatura, clásico recurso de lapidación para todo escritor,
grande, mediano o pequeño, novato o consagrado. Y yo esto no me lo pierdo,
también quiero participar.
La literatura es un
reflejo de la sociedad. La sociedad teme al funcionario, y por tanto lo envidia
-la mitad de la sociedad que no ejerce tan mítica profesión-. Temor y envidia
que el escritor comparte, porque pertenece a esa mitad desprivilegiada y desprotegida. El escritor,
que nada tiene que perder -porque todo lo tiene perdido de antemano al
declararse escritor-, carece de pudor para arremeter contra el funcionario, ácido
por naturaleza, no, ácido por concurso-oposición. Insisto, no me lo pierdo.
Suele ocurrir. El
funcionario, habituado a la convivencia administrativa y enquistado en ella,
tiende al reagrupamiento con los compañeros fuera del horario salarial -no digo
laboral porque me atasco-. Por eso, compra el piso junto a los otros, lo más
pared con pared posible, se asocia a la misma peña cultural para celebrar
peroles -la cultura de hartarse de comer y beber en grupo-, se inscribe en la
misma cofradía de Semana Santa, la del Huerto de los Olivos -para algo fue
Judas el primer funcionario-, dispone de su caseta de feria, barroca, tópica y excluyente,
y otras tareas que cualquier persona medianamente avisada y crítica sería
capaz de añadir, pero a mí me cansa ya.
Todo ello por esa fatalidad
intrínseca que padece de prolongar su quintaesencia de funcionario más allá de
la hora de fichar, principalmente para seguir murmurando contra lo escueto del
sueldo, los pringaos del otro lado de la ventanilla, el jefe político de
turno y el compañero que va de probo funcionario.
Tanto necesita a sus
compañeros, que llega a secretear con ellos las propias intimidades sexuales;
de donde sabemos que el funcionario es de movimientos amatorios rápidos y
convulsos, para liberarse en la cama de la indolencia que derrocha como
servidor de la Administración.
Pero en su inveterada adicción
endogámica el funcionario no se relaja, antes bien, se reinventa cada siglo,
cada década, para perpetuarse en el machito. Últimamente prolifera entre este
paisanaje (no voy a decir casta, porque ya les gustaría ya) el
matrimonio nominal: sumando dos nóminas parece como un ascenso en el escalafón,
y además te consolidas como funcionario de veinticuatro horas.
Superabundancia de datos
que torrentea, pues, hacia una conclusión temible para el ciudadano común: el
funcionario es monocorde, monorrimo y de encefalograma monótono.
De verdad conoces algún funcionario?
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