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jueves, 15 de febrero de 2018

EL FUNCIONARIO (Opúsculo)



 Lo de funcionario no es trabajo ni actividad, ni siquiera afición, sino una determinada actitud ante la vida, una forma de estar en el mundo, que incluso trasciende al más allá. Así lo anuncia últimamente la publicidad de una aca­demia dedicada a la fabricación de funcionarios por correspondencia: “Le pre­paramos para ganar un sueldo eternamente”.

Y cuando digo funcionario no me refiero a docentes ni a médicos, que también lo son por Boletín Oficial, pero no stricto sensu. Tampoco lo son, por el mismo sensu, los militares y fuerzas de seguridad. Entre éstos, no obstante, hay diferencias, interpretan la legalidad a la hora de rellenar la profesión en un formulario. El militar-militar pone militar -y casi se cuadra al escribirlo-. De guardias civiles y policías nacionales, hay cada vez más que se protegen poniendo funcionario. La mayoría de policías lo­cales -los municipales-de-toda-la-vida- ponen funcionario para aliviar com­plejos profesionales; aunque algunos se ambigúan policía para evitar la mino­ración de municipal.

Pero no. El auténtico funcionario es el que antes encontrábamos parapetado tras la máquina de escribir y ahora tras el ordenador, pero siempre entre un mar de papeles, o al otro lado de un mostrador o ventanilla en plan flemático cuando menos.

No digo que Larra no tuviera razón, que la sigue teniendo, sino que del Romanticismo para acá se ha avanzado mucho en cuestión de funcionarios. Ahora no te amargan con el “vuelva usted mañana”, no, ahora son más sutiles, ¡dónde va a parar!, ahora te dicen: “Le falta la foto­copia del DNI, hay una papelería con fotocopiadora tres calles más allá, pero esta ventanilla cierra dentro de cinco minutos, usted verá”.

El funcionario es un personaje literario recurrente. Quiero decir que tradicionalmente ha sido denostado en literatura, clásico re­curso de lapidación para todo escritor, grande, mediano o pequeño, novato o consagrado. Y yo esto no me lo pierdo, también quiero participar.

La literatura es un reflejo de la sociedad. La sociedad teme al funcionario, y por tanto lo en­vidia -la mitad de la sociedad que no ejerce tan mítica profesión-. Temor y envidia que el escritor comparte, porque pertenece a esa mitad  desprivilegiada y desprotegida. El escritor, que nada tiene que perder -porque todo lo tiene perdido de antemano al declararse escritor-, carece de pudor para arremeter contra el funcionario, ácido por naturaleza, no, ácido por concurso-oposi­ción. Insisto, no me lo pierdo.

Suele ocurrir. El funcionario, habituado a la convivencia administrativa y enquistado en ella, tiende al reagrupamiento con los compañeros fuera del horario salarial -no digo laboral porque me atasco-. Por eso, compra el piso junto a los otros, lo más pared con pared posible, se asocia a la misma peña cultural para celebrar peroles -la cultura de hartarse de comer y beber en grupo-, se inscribe en la misma cofradía de Semana Santa, la del Huerto de los Olivos -para algo fue Judas el primer funcionario-, dispone de su caseta de feria, barroca, tópica y excluyente, y otras tareas que cualquier persona me­dianamente avisada y crítica sería capaz de añadir, pero a mí me cansa ya.

Todo ello por esa fatalidad intrínseca que padece de prolongar su quintaesencia de funcionario más allá de la hora de fichar, principalmente para seguir murmurando contra lo escueto del sueldo, los pringaos del otro lado de la ventanilla, el jefe político de turno y el compañero que va de probo funcio­nario.

Tanto necesita a sus compañeros, que llega a secretear con ellos las propias intimidades sexuales; de donde sabemos que el funcionario es de movimientos amatorios rápidos y convulsos, para liberarse en la cama de la indolencia que derrocha como servidor de la Administración.

Pero en su inveterada adicción endogámica el funcionario no se relaja, antes bien, se reinventa cada siglo, cada década, para perpetuarse en el machito. Últimamente prolifera entre este paisanaje (no voy a decir casta, porque ya les gustaría ya) el matrimonio nominal: sumando dos nóminas parece como un ascenso en el escalafón, y además te consolidas como funcionario de veinti­cuatro horas.

Superabundancia de datos que torrentea, pues, hacia una conclusión temible para el ciudadano común: el funcionario es monocorde, monorrimo y de encefalograma monótono.

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