Pues ocurre
con frecuencia, la casuística de unos proyecta el revulsivo en otros. Algo así
como el efecto mariposa, pero más cercano. La infelicidad de aquel señor-con-más-que-estudiada-elegancia-de-diario
me había removido, soliviantado o traqueteado mi realidad, no la de mendigo,
que casi había olvidado que era artificial, sino la otra, la de mi fértil economía.
Personalidad genuina que acudió como por ensalmo al rescate de la fingida. No para
cancelarla, sino para impulsarla con generosa subvención, en plan mecenas.
Durante la
hora siguiente planeé toda una táctica bipolar: un mendigo bajo el paraguas de
un rico, los libros como eje conector. Alquilar una vivienda espaciosa y de calidad
con cochera en zona residencial, mejor chalet, adosado o exento, por supuesto
bien amueblado y equipado, y para ocuparlo de forma inmediata. También me hacía
falta un coche, pongamos, de gama media.
La amplitud de
la vivienda serviría para almacenar los libros sin estrechuras y, cómo no, para
vivir cómodamente, en consonancia con mi auténtico poder adquisitivo. Bien
mirado, los objetivos de mi empresa menesterosa no mermarían por ejercerla a
tiempo parcial. El coche me serviría para el trasvase de una personalidad a
otra: por la mañana salgo de casa vestido de señor de posibles en dirección a hipotético
despacho, se intuirá que bien remunerado, y en el camino hacia el supermercado
aparco en zona suficientemente solitaria como para disfrazarme de mendigo,
coger del maletero el carrito para los libros y encaminarme a mi puesto de
trabajo.
Contrariamente
a las dificultades insalvables para alquilar un local, la nueva búsqueda quedó
resuelta en tres días. El primero para calibrar y decidir justamente entre un
adosado y un exento.
Si era por
espacio, me bastaba el adosado: arriba, tres habitaciones; abajo, dos más el
salón; y más abajo, sótano y trastero (excuso otras precisiones de cocina, lavadero,
cuartos de baño, patio exterior e interior y tal). Sin embargo, que el garaje
fuera comunitario no acababa de convencerme, porque exponía mis entradas y
salidas en coche al curioseo de los demás vecinos adosados. Por la eventual
coincidencia con ellos en este trasiego o por el acecho mismo de las cámaras de
seguridad instaladas allí. ¿Problema en que descubrieran mis idas y venidas con
imagen de bien vivir?, no. Pero el carrito, que por la mañana lo metiera vacío
en el coche, y por la tarde lo sacara de él cargado de libros, levantaría
sospechas. Ya se sabe, los habitantes de los adosados van de independientes,
pero no pierden el reojo al tipo de independencia de los otros. La exposición
del carrito era el problema.
El chalet
exento lo resolvía de un plumazo arquitectónico. El garaje era exclusivo,
propio, oculto, íntimo. Entras con tu coche hasta las entrañas de la vivienda,
activas la bajada del cierre metálico y denso y ya puedes sacar tranquilamente
del coche el carrito supuestamente repleto de libros.
Ni qué decir
más, me incliné por este último. Y resuelto. Un día para demostrar a la
inmobiliaria mi solvencia económica y el segundo para firma de contrato, pago
de alquiler de tres meses por adelantado más comisión y fianza, y entrega de llaves.
Seguidamente acudí a comprarme el coche, mi instrumento para el cambio diario
de personalidad. De medio ombligo de ostentación, porque estaba destinado a
permanecer aparcado en calle esquiva durante las mañanas (salvo festivos), pero
acorde con la imagen de adinerado inquilino de chalet. También empleé toda una
tarde en ir de compras, dotarme de un vestuario apropiado a la otra farsa, la
de rico.
No me despedí
enseguida de la pensión para evitar suspicacias, principalmente porque tenía
que ir evacuando de ella los libros a golpe de carrito, necesitaba días por
delante. De modo que ingenié un proceso transitorio, con el coche recién
comprado como intermediario. Y además sin faltar ni un día al trabajo, en
responsable coherencia con mis principios y mis fines, el respeto a la
clientela había que preservarlo.
Así pues, sobre
una semana después, mi vida de anverso-reverso comenzó a discurrir por nuevas
rutinas diarias, de rico discreto y de pobre por horas.
Lo de rico me
supuso mayores quebraderos, más que nada porque, claro, ante las miradas de
este sector debía ocultar mi ejecutoria de pobre. Y me costaba ese trajín de
cambiar de indumentaria dentro del coche en calles solitarias. Cabía la alternativa
del parking, pero la deseché al minuto. A ojos del empleado de turno, ¿cómo vas
a entrar de rico en el coche y salir de pobre arrastrando un carrito de
compra?, o quizás peor, ¿cómo vuelves al parking con atuendos de pobre
arrastrando un carrito de compra a rebosar de libros y sales en el coche
disfrazado de rico? Verdaderamente lo llevaba mal, pero lo superaba con mi
empecinado pesimismo netamente activo e interactivo.
También me mareaba
al principio una disyuntiva impertinente: comer como pobre o como rico. Cuando
la pensión, no tenía problema; pero ahora, la metamorfosis obligada de mediodía
me permitía optar, en restaurante de aceite de girasol o con camarero de
uniforme. Me decidí por isobaras variables, según estado de ánimo; pero sólo en
lo que se refiere a desayuno y almuerzo.
Las cenas no, flagelarse en exceso tampoco. Los restaurantes y sus congéneres quedaban
muy retirados de mi jornada pedigüeña, así que las hacía en casa, es decir, en
el chalet. Alguna que otra tarde cogía el coche, me iba a algún supermercado de
la competencia y lo cargaba de avituallamiento gourmet. Si aspiraba a continuar
con mi baño de fatalismo, me dije sin pudor, al menos que no me distraigan otras
servidumbres colaterales.
Persona
acomodaticia como soy, logré superar con éxito semejante período transitorio y
reajustar hábitos.
Al poco de iniciado
tal estatus bifronte, un enigma alarmeaba
por mis hipótesis. Partió de aquella señora de edad elegante de los primeros
días. Había vuelto por mi rincón, y con el sigilo que yo recordaba depositó Memorias de mis putas tristes. Sí, otra
vez el mismo libro.
Sin embargo, al
contrario que en la ocasión anterior, no apresuró su caminar, lo ralentizaba
mientras me dirigía el escorzo de una mirada indescifrable, pero con cierta tilde
de reproche. Esta vez espabilé, inmediatamente la abordé desde mi posición
sedente:
-Se la han
regalado y sigue sin gustarle, ¿no?
Primer
triunfo, se detuvo. Ajustó la mirada, eso sí, distante todavía, y respondió:
-Sí, la había leído.
Es magnífica. Está muy bien escrita, la narración es dinámica y absorbente -se
entusiasmaba.
-Pero el
contenido… -sugerí como de tanteo-, demasiadas tripas de la condición humana,
¿no?
-Hasta eso es
muy aprovechable -aseguró contundente.
No pude menos que
darle la razón. Pero algún bucle me animó a sugerirle lecturas de otras
ficciones opuestas. “Más dulces, que pongan a prueba su sensibilidad” (dije
exactamente).
Protestó, cómo
me atrevía a cuestionarla, qué sabía de ella ni de “su paladar literario” (dijo
exactamente). Unos segundos de silencio espeso. Tras los cuales se le
distendieron las comisuras de la sonrisa reflexiva y admitió, sí, quizás su
vida se encontrara en una etapa de romanticismos.
Lo logré. Conseguía
encuadrar a la señora de edad elegante donde había intuido. Ipso facto se me activaron
los mecanismos de mi pesimismo netamente activo e interactivo, y paso atrás
hacia el carrito de los libros. Como siempre llevaba libros de temática variada
por si conectaba con los gustos de algún `cliente´, rebusqué y le ofrecí uno de
los de Corín Tellado. Aseguró que no conocía nada de esta escritora, aunque por
supuesto había oído hablar de ella, quién no. Me lo aceptó casi por compromiso,
creo, con promesa de leerlo y ya me contaría. Nos despedimos con ojos de
complicidad, pero que yo no acertaría a precisar en qué consistía esa
complicidad.
Unas dos
semanas después, acomodado ya a mi rutina de doble personalidad, reapareció
también por mi limosnería el señor-con-más-que-estudiada-elegancia-de-diario.
Este sí, este se paró ante mí, casi se cuadró otra vez, y me alargó un libro,
el de Corín Tellado, el que antes le había dado yo a la señora de edad elegante,
y el mismo que él me había confiado junto con otros de la misma autora en su
primera visita. Cabe imaginar mi sorpresa y el bullir de mis presunciones.
-Aquí tiene
-dijo, circunspecto y altanero-. Otro más.
-¿Otro más? –me
costó improvisar sorpresa-. Este ya me lo regaló hace un mes o cosa así, creo
recordar.
-Y yo qué sé
-me respondió inquieto, como sorprendido en falta-, se lo he pescado a mi mujer
y lo he quitado de en medio.
Advertí que se
anclaba ante mí en modo espera. Empiné cejas, bajé párpados, comprimí pómulos,
puse ojos de bayoneta y arriesgué:
-Usted lo que
quiere realmente es que su mujer lea otras cosas, ¿no?
Precipitó la
respuesta sin abandonar el nerviosismo:
-Pues claro
que sí. Algo que… que la baje a la realidad, que la ponga delante de sus
narices, que…-se atascaba.
-Que le
descubra que el sexo también cuenta -ayudé.
-¿Cómo dice?
-pasaba del nerviosismo a una especie de atención tensa.
-Sí,
literatura de amor con sexo, o de sexo con amor, esto va por prioridades
-respondí en tono doctoral.
Se le quedó
suspendida la mirada en algún pensamiento. Así que añadí:
-O de sólo
sexo, que también hay buena literatura de esto.
Por fin se
descolgó del embeleso:
-Pues mire,
cualquiera de ese muestrario me vendría bien, de verdad.
Su gesto de
reto se le escapaba por el escepticismo del entrecejo. Me ninguneaba que
pudiera proporcionarle el libro adecuado.
No me
encrespé, no. El libro lo tenía más que pensado, de hecho había orientado la
conversación hacia él. Me volví con mi natural parsimonia hacia el carrito de
libros, hice como que rebuscaba, para enfatizar el suspense y de paso
fastidiarle su engreimiento, porque yo sabía de sobra dónde estaba. Lo saqué
con soplo de triunfo:
-Aquí está, El amante de Lady Chatterley, un clásico
de la literatura erótica.
Comprado en el
mercadillo aquel primer día de mi aventura de pesimismo activo-interactivo, y
destinado a atrezo en mis inicios pordioseros, mira por dónde ahora iba a
prestar un servicio de alcance.
El
señor-con-más-que-estudiada-elegancia-de-diario pasó en segundos del desconcierto
inicial a una capitulación de gratitud. Tomó el libro todavía con manos
temblonas, lo examinó, portada y contraportada, y respiró:
-No lo
conozco, ni sé nada de él, pero confío en usted. Le estoy muy agradecido. Ahora
lo que hace falta es que mi mujer quiera leerlo.
-Eso dependerá
de la habilidad que usted se dé. A lo mejor no es tan difícil. Bien mirado,
tiene título de novela rosa -apunté-, pero conste que nada que ver con...
No me dejó
terminar:
-Sí, sí, no se
preocupe.
Acogió el
libro entre sus brazos como quien resguarda un tesoro recién descubierto.
Farfulló parabienes, nuevo taconazo reglamentario de despedida y premura en
alejarse.
Allá que iba,
con paso marcial y su elegancia de diario sorteando ágil los estorbos de los
transeúntes y no sé si las brumas de su cabeza.
Y
yo volví a mi asiento de esterilla con la sensación de ángel custodio de
conveniencias. Pero me consolaba, uf, cómo me consolaba, lo del pesimismo
activo-interactivo funcionaba.
Cuando
aventé vanidades, reparé en la pila de libros, espesa y derruida, que se había
ido formando a mi derecha durante la conversación. No tuve tregua para fisgar
títulos ni autores. Lo impidió una nueva reaparición, el señor de la edad
curtida, el que pretendía regalarme La
vieja sirena de Sampedro sin haber terminado de leerla.
-Tome,
ya está, lo ha conseguido, he llegado al final -aseguró rotundo-, y sí, he
seguido sus consejos y me ha gustado más.
No me dejaba
hablar, me rendía fervores por haber descubierto el vapor sensual de la novela.
Y de corrido aportaba con entusiasmo pasajes y secuencias (las relaciones
erótico-amorosas, la gastronomía, los paisajes, determinadas actitudes de
algunos personajes), y se extendía en frases y paráfrasis, y en este mismo tren
también objetaba algunos espejismos mitológicos, insufribles para él. Y no se
le adivinaba conclusión.
-O sea, que a
usted le gustan más las novelas a pie de realidad -conseguí detenerlo.
-Eh…, no sé…
-Sí, sin tanto
de eso que usted llama fantasías mitológicas.
Se quedó como
rumiando mi opinión, pero enseguida:
-Pues qué
quiere que le diga, lleva usted razón.
La señal que
me importaba. Sin darle la espalda me giré hacia el carrito de los libros,
rebusqué un poco y saqué La colmena:
-Tome, un
libro por otro, seguro que éste le va a gustar más.
Lo cogió
mesurado, como a la espera de una aclaración pero receptivo. Había reconocido
al autor al momento y lo calificó de interesante, con sus extravagancias y todo
-añadió-. Yo me centré en la novela, no lo iba a defraudar, dramática, creíble,
con argumento que camina por el pesimismo y con personajes que van serpeando
por la vida…
-Perdone, ¿qué
quiere decir serpeando? -pero resolvió en segundos-. Bueno, no importa, creo
que lo entiendo. Deme, deme, viniendo de usted, no hay más que hablar. Buenos
días.
Se despidió al
instante, parecía temer que mi afán persuasivo le desvelara más claves de las
necesarias. Nada más lejos, me sentía satisfechísimo. Tanto que di por concluida
la franja pedigüeña aunque faltaba más de una hora. Camino del coche
transformador con el carrito a rebosar de libros mi ego levitaba.
Aquel día
concreto me permití almorzar de rico.