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jueves, 29 de mayo de 2014

BITÁCORA DE ESTÍO (11)

…Y NOCHE DE GALA

   Resolví la cuestión del almuerzo por el sistema de servirme de aquellos expositores donde la aglomeración era más soportable, y de ocupar el hueco de una mesa sin preguntas ni porfavores. Me urgía escapar de aquel pandemónium de cruceristas a mogollón.
   Al poco me relajaba en una hamaca de la zona de piscina acotada en exclusiva para adultos. No, paraíso no, pero sí ocho o diez grados menos de gentío que en la otra. Al cobijo de una enorme marquesina a modo de cúpula, el filtro del sol expande un tono azulón y sedante que amortigua el chistorreo vocinglero procedente de la piscina misma, circunstancial tertulia puesta en remojo a la sacrosanta hora de la siesta -hay adultos tanto o más bulliciosos que los críos-. En fin, recliné un vistazo a las propuestas del today para la tarde y esperé a que llegara el sopor, y llegó. Esos momentos magmáticos en el límite de dormitar y dormir, galbana y nirvana, confiarse a la fluidez plácida de la indefinición, distensión de músculos y cerebelo. Tiempo neutro que se va evaporando, hasta que una mano ajena, cálida y festiva, inicia en mis mejillas la caricia de un circuito que, cuello abajo, pecho, abdomen, culmina en la meta -polisemia de sustantivo y forma verbal de difícil precisión en tal estado de somnolencia.
   No necesité abrir los ojos. Sólo exhalar:
   - Por favor, Cristina.
   Por toda respuesta, percibí que ella, alcanzada la meta -sustantivo-, aspiraba a la recompensa -forma verbal-. Pero, como no estábamos ni en lugar ni en situación de pódium, abrí los ojos y la sonrisa, consulté el reloj y –estimulado por esta bipolaridad expresiva que me redime- arrastré un tono entre prometedor y lujurioso y confiado y cáustico y reservón y de medias palabras para que se entiendan completas:
   - De momento, la hora feliz en Passport Bar, Cubierta 3, cócteles dos por uno. ¿Tienes margen?
   Lo tenía. A estas alturas, ni ella me daba explicaciones de cómo hacia novillos a su marido -lo de novillos es poco decir, claro-, ni yo se las pedía. Dos cócteles durante una hora tan feliz que un matrimonio cándido y curiosón, de la mesa de al lado, nos preguntó si éramos recién casados. Les respondí yo, muy serio y entusiasmado:
   - Sí. Es mi cuarto matrimonio; el de ella, el segundo. Números pares. De pareja, ¿eh? -se me escapó una risita.
   Pusieron cara de asombro con tendencia a la incredulidad. Volvieron a sus cosas. Minutos después nos fuimos enlazados por la cintura, los reyes del mambo, hasta los ascensores. Cada cual subió al suyo.
   Su destino lo desconozco. El mío, merendar. Me había dado hambre de pronto, en el ascensor, indeciso aún, de pronto hambre. En el salón-buffet, qué diferencia con lo de antes, tan sólo vagaban por él composturas en chanclas de suave retorno. Mi descubrimiento, el sushí, esos bocados que unos aciertan con palillos y otros como yo con tenedor, o con índice y pulgar, como yo también. Me gustó y me sacié. Rematé de nuevo con un café solo con mucha agua. Y un cigarrillo sereno en el rincón del fumador, mientras consultaba mi inseparable today.
   “Exhibición de diamantes marrones LeVian. Boutique C, Cubierta 5”. No encontré mejor alternativa a esa hora. En el paraninfo de los diamantes una patrulla de chicos-barra-chicas uniformados-arroba-uniformadas te reciben con amabilidades de marketing y te introducen en las petulancias y perfidias de los diamantes en cuestión y te acompañan por los expositores y apabullan tu inopia y simpleza, y si compras dejarás atrás tu vulgar estatus sociológico y deslumbrarás a tus familiares y amigos. Y es tal la pequeñez que siento y me acompleja, que aprovecho para escabullirme el momento en que mi cohorte publicitaria desvía sus milhojas y ojos hacia el capitán, que llegaba en su versión jefe de relaciones públicas con un grupo de cruceristas vips.
   Volví al centro neurálgico del barco, la piscina común, para entretener tiempos vacíos. Acalora el ambiente un dj junto con una chica que acompaña sus músicas a base de baqueta y timbal. Desde el rincón del fumador las ideas pretenden escapar hacia el lejano oleaje que imanta la puesta de sol. Allá en la línea del horizonte donde mora la melancolía, huída hacia adelante con los bagajes de antes. Al vaivén de este mar que mece el presente efímero. La tendencia al arqueo, siempre punzante, para dirimir futuros. El presente puede esperar, carece de poesía, de sentimientos sublimes; si acaso, disfruta con glorias pasadas. Pero nunca ha tenido futuro en la poesía. Cuando alcanza ese futuro se vuelve presente y entonces al hilo del instinto recurre al pasado para ennoblecerse, para reivindicarse. Freno. ¿Galimatías? Posiblemente, o sin duda. O sí. Sí. Déjate de esferas naranjas sumiéndose en la majestad tenue del océano mientras te enredas en parábolas. Vente al presente, un crucero no es un barco surcando el mar, cruzando el mar, de un sitio para otro durante varios días (trece días, doce noches en este caso), no. Es un barco, eso sí, donde, por tiempo y trayecto fijados, las vidas de muchas personas o de algunas o de dos coinciden y se cruzan (cru-ce-ro, so torpe). Conclusión: lo tuyo con Cristina es típico cruce de crucero. En el fondo eres un sentimental, te enamoras de todas porque crees que todas están enamoradas de ti. Fenomenal la confesión, ves, no era tan complicado: ¿de qué vas?, de crucero; ¿y ella?, lo mismo. Carpe diem, etc., etc. Ah, y cuando el barco atraque en Venecia llama a Rosa, aquella compañera de primeros augurios, un reencuentro de góndola, comprobarás si aquel pasado con promesas de futuro vuelve a quedarse en presente, cuestión de conjugar a tiempo los tiempos.
   Por lo pronto, se acerca el tiempo de la noche de gala. Futuro inmediato. Voy al camarote, visto el traje tan caro al tacto de Cristina y acudo a la cena.
   A la entrada del comedor me ofrecen una copa de espumoso para aliviar la espera. Hay cola, una cola de galas de boda. Primer presente que afronto, de unos veinte minutos de duración. Suficiente para despabilar mi contumaz propensión analítico-deconstructiva. Ingleses cortados por el mismo smoking; aunque alguno se desmarca con camisa negra y pajarita negra -¡glamour, cuántas horteradas se cometen en tu nombre!-. Dudo si incluir en este grupo a un escocés con smoking de cintura para arriba y falda plisada a cuadros, de gala por supuesto, para abajo, calcetines blancos y demás. Y los americanos mimetizados con los ingleses; los del norte, quiero decir. Los del sur vestían parecido, pero estos participan desde el otro lado, desde el personal de servicio. La homogeneidad no alcanza al resto: franceses de traje normal y pajarita, algún que otro italiano ataviado estilo ópera, y mayor diversidad aún entre los españoles, unos con chaqueta veraniega y corbata, otros con el traje de los domingos, otros con el del viernes santo y otros con el que estrenaron en la última boda a la fueron invitados (mi caso). En cuanto a las mujeres, pasarela diversísima, desde la minifalda tubular con lentejuelas, hasta los máximos largos y anchos o ceñidos, pasando por escotes apocados, gallardos, insolentes o coléricos.
   Cuando al fin me llegó el turno, decliné preferencias de hablantes para compartir mesa. Me alojaron en una para seis comensales; aunque, por el momento, sólo ocupada por un señor que rondaría los setenta, francés, de rasgos genuinamente argelinos. Entabló conversación enseguida -lo digo en singular porque apenas me dejó hueco-. En un español algo seseante, que si las bondades de este crucero de lujo -y recalcaba lo de lujo-, que si tenía razones bien fundadas por otros cruceros disfrutados, que si era ejecutivo de una multinacional de chapas o algo así. Por este charloteo andábamos cuando se incorporaron a la mesa, casi simultáneamente, un matrimonio inglés de en torno a los cuarenta y una pareja joven de un pueblo de La Mancha que no recuerdo -allá por principios del XVII hubo quien no quiso recordarlo; pero yo, aunque quisiera-. Momento en que el francés, que era trilingüe, o más, me dejó en la reserva y se dedicó a los ingleses. En vista de lo cual, dediqué mis cortesías a los manchegos, escasas, porque venían en arrobos y acaramelamientos. Y porque el francés se había enfrascado pronto con los ingleses en guerras napoleónicas y me traducía para reclamar mi connivencia con sus presupuestos histórico-políticos -cuestión de política y alianzas internacionales, inferí-. Y el inglés, que dudaba, con razón, de lo que me transmitía el francés, se encaraba conmigo con expresión arrebatada, que no entendía, ya que mis conocimientos de su idioma sólo alcanzaban el nivel de comprensión slowly. Así que yo, en plan diplomático, me debatía entre una sonrisa al francés y un slowly, please al inglés. Hasta que, tomado el postre -muy rico por cierto, dos bolas de helado, nata y fresa-, me liberé pretextando prisas por asistir al espectáculo del teatro.
   En realidad, lo del teatro sólo me interesaba por si alguna novedad justificaba el marchamo de noche de gala. Porque la cena en nada había variado de lo habitual. Y sí, alguna diferencia advertí. Como que a la entrada del teatro se encontraba el capitán fotografiándose con cuanto crucerista quisiera -el fotógrafo era empleado de la empresa, entiéndase la disposición crematística-. Y dentro, que el showman desplegaba adjetivos sin fin hacia las señas de este hito del crucero, la noche de gala, y aprovechaba para recordar que después habría fiesta discotequera -como casi todas las noches, por otra parte- en la piscina central, si bien, hoy con actuaciones del ballet de plantilla y concursos de baile en los que participarían miembros de la tripulación emparejados con cruceristas voluntarios (en realidad, preseleccionados por los ojeadores de la empresa, según supe después). Por lo demás, el espectáculo del teatro como tal, tipo musical con alguna variante respecto del de hace tres noches. “De modo que -deduje- lo de la gala se refería únicamente a la forma de vestir para cenar, ¿o para fotografiarse con el capitán?
   Me dirigí a la piscina-discoteca, presumía acudir al encuentro de mi particular noche de gala, de una metáfora a otra, misma expresión para contenido tan diferente. Derechito a la cubierta de arriba, al bar de fumadores. Un gintónic y un velador desde el que dominaba, cual espectador en platea central, el espectro de cruceristas en fervor, ritmos de bafles megavatios. Salsa, mucha salsa, para todas las edades. Los jóvenes en su salsa, los mayores chapoteando en la salsa de los jóvenes, quien intentando emular el onduleo de los bailarines profesionales, quien pidiéndoles compartir una foto. “Fiesta interactiva” la había calificado el showman.
   Al poco tiempo la música se interrumpió y una voz de barítono de discoteca anunciaba el primer concurso “de reggaetoooon”. Enseguida supe que Cristina no tardaría en llegar a mi lado. No hay que ser un lince. Había saltado a la pista para concursar una de las parejas con que visité Mónaco. Seguí la dirección de donde habían salido y desde allí los animaban un grupo a palma batiente, entre ellos el marido de Cristina, pero ella no estaba. Pleno, no habrían pasado dos minutos de cronómetro.
   - Hola. Sabía donde encontrarte -me dijo con el mismo convencimiento con que yo había previsto su llegada.
   Vestía una especie de túnica romana en tono beige, vaporosa, un hombro desnudo. El izquierdo. No, el derecho. Bueno, no sé, para el tiempo que la lució mientras estuvo conmigo. Sigo. Llegaba hasta los tobillos; de ahí para abajo, unas sandalias plateadas de tacón vertiginoso.
   Fue a la barra, pidió un cóctel de ron con zumo de frambuesas, piña y rodaja de naranja. Lo sé porque me lo dijo ella, tan listo no soy.
   Se sentó a mi lado, muy a mi lado. Sus ojos, mis ojos, el cruce, un diálogo de endogamia lujuriosa bilateral. Es que en estos lances la vena culta no la controlo. Claro que ella, parece que tampoco. Porque bebía tan sensual de la pajita, como quien degusta preámbulos, que, señalando a su copa, va y me dice:
   - Esto es sólo para empezar.
   - ¿Qué, el cóctel?
   - No, la pajita.
   Por poco le espurreo el trago de gintonic en su vestido de patricia romana. Pero ella:
   - Como me lo manches, antes me lo quito. No voy a ir por el barco con lamparones en el vestido.
   Respondí al reto mordiendo levemente en el hombro desnudo. Luego permanecimos en esa mística y mixtura de los anhelos previos donde se rumía el tiempo y el escenario de la pasión. Bebíamos, fumábamos, miradas recíprocas, a veces también reflexivas, y algunas como distraídas hacia el jaleo de allí abajo.
   Hasta que el arpa cedió el testigo al clarín. Me levanté, pagué, volví a ella y propuse subir hasta el extremo de proa en la cubierta más alta.
   Enlazados en caricias hasta el ángulo de la baranda central donde el beso apremia e inflama el alma de los sentidos. Un reflejo de suspiros, pausa hacia el entorno, mirada en derredor pero sin desprender el abrazo. Hamacas apiladas en montones simétricos, durmientes hasta el alba, para ocupar de nuevo la cubierta y transformarla en solárium. Tres, cuatro parejas de sombras ensimismadas y huidizas, al conjuro de la oscuridad, desperdigadas por babor y estribor. Y el instante vuelve, la noche, el arrullo de la soledad, manos lúbricas, la proa hendiendo un haz de olas plateadas, lunárium.
   En pleno delirio Cristina atempera sus besos, dulcifica sus manos en mis hombros, los suaviza hacia atrás, y me aventuro a interpretar en do sostenido:
   - Ahora sí que comienza la auténtica noche de gala.
   - Todavía no. Espera -voz de ensalmo.
   Cedo espacio virulento. Engarza mis ojos en los suyos, encorva el cuerpo, baja las manos hasta el borde del vestido y suben por el interior hasta la cintura, sin recrearse, sin detenerse, no es gesto sensual sino apresurado, aunque inútil para velar destellos de luna en sus muslos, fugaces, porque enseguida sus manos se deslizan hacia abajo y liberan el tanga, un tanga ¿nacarado? (¿debo añadir minúsculo?, ¿aportaría más información?). Exhibe la prenda un momento, cual laurel otorgado, un momento. Y acto seguido, sus manos en mi corbata, deshace el nudo con destreza de segundos, tira suavemente de una punta y va enhebrando con ella el tanga, termina, abre los brazos y me muestra el resultado, una franja tosca de seda y algodón. Mis párpados, enardecidos, preguntan. Hay respuesta, claro que la hay, se vuelve al vértice de la baranda con su talismán y lo ata, ata, ata -nudo marinero, claro-. Inmediatamente un beso, resplandor, me toma de la mano e inicia un paso de cisne:
   - Ahí quedan. Vamos ya a tu camarote. No olvides que soy como Cenicienta versión promiscua.
   Reaccioné con trance pasión. Pero en el atropello de la premura aún me permití un reojo a la metáfora, el vínculo sexual que dejábamos allí para alguna posteridad. Flash de la memoria, el famoso puente de los candados de amor. Comparé con la iniciativa de Cristina. ¿No sería precursora de un ramal hiperrealista? Imaginé cruceros y cruceros con sus barandas de proa atestadas de ataduras semejantes, símbolos de… Me faltó concretar, habíamos llegado al camarote.
   Al final, terminé el día como lo había empezado, desnudo en la terraza del camarote. Sólo que…, pues eso.