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domingo, 9 de marzo de 2014

BITÁCORA DE ESTÍO (9)

POMPEYA Y NÁPOLES, UN PACK DISPAR


   Esta excursión sí la encargué a aquella comercial dicharachera de la agencia de viajes. En realidad, sólo me interesaba Nápoles, pero integraba un pack indivisible con Pompeya. No me quedó otra que contratar el lote. La alternativa, aventurarme en Nápoles por mi cuenta y riesgo, se me antojaba eso, un riesgo. Lo mío no es andarme con menosprecios de informaciones inquietantes. Mito o realidad, a saber; pero para sorpresas, bastantes me deparaba ya Cristina y su erotomanía.
   No, no, ella y su grupo habían contratado con otra compañía. Pintaba, pues, un día de turista reposado, cultural y célibe.
   El barco atracó a las mismas puertas del salón de Nápoles. El casco histórico de la ciudad, a pie de crucero. Peculiaridad que apenas aprecias a la llegada. Porque, tras pasar los controles de rigor -aunque aquí lo de rigor se agota en la pura expresión- la chica-guía aguarda con rostro de premura al grupo, signa en su lista tu presencia y te traslada a golpe de megáfono al autobús con la advertencia tradicional: “hay mucho que ver en poco tiempo”. Qué emoción, me digo, con lo que me fastidian estas velocidades.
   Pues sí, al poco bajamos del autobús a las puertas mismas de Pompeya, en una explanada de dimensiones tales para la recepción de masas y masas de turistas. Bares y restaurantes por doquier. Unos minutos de resuello y enseguida reparto de auriculares. Los recibí casi por deferencia con la guía. En general soy poco receptivo al relato de estas personas, y menos tratándose de restos arqueológicos. Las explicaciones sobre plano nunca me han convencido. De modo similar a cuando en la inmobiliaria te indican: aquí, en este cuadrante, la cocina, la encimera aquí, el frigorífico allí… se lo puede imaginar, va a quedar preciosa. No respondo, pero no, no me lo imagino. Pues con la arqueología me pasa lo mismo: mucha piedra, mucha piedra, mucha historia de la piedra, que si en torno a ella, que si sobre ella, que si por ella, pero a mí sólo me llega la piedra aquí y ahora.
   Aunque, como tampoco suelo empecinarme en el rechazo, adopté el papel de turista furibundo, me embutí la gorrilla antisol y, cámara en ristre, me integré en el pelotón encabezado por el paraguas rojo de la guía.
   Para estos casos, la cámara es mi asidero, mi escudo, mi drenaje de adrenalina. Seré muy raro, vale, pero cuando verdaderamente me atrae una fachada, una catedral, un cuadro, ni se me ocurre usar la cámara, me subyuga su degustación serena, analítica, sensual, epicúrea, parasintética, fiduciaria, transgresora, erizada, incapaz o insolente. Pero de cámara, nada. Para imágenes ya tenemos Internet maxisupersaturada. De profesionales, de aficionados, de hedonistas y hasta de onanistas (culturalmente hablando, se entiende).
   Quede claro, pues, para mí la cámara sólo sirve como paracetamol y descongestivo.
   De efecto inmediato. He aquí los restos de la antigua muralla, un aglomerado de ceniza y cal, clic. Esta calle, como las demás, de firme con grandes piedras calvas, para carruajes de gran tonelaje, clic. Recinto semicircular acotado por murallas asimétricamente derruidas y columnas que sólo sujetan nada, más un graderío decrépito, conjunto homologado como teatro, clic. Al lado otro supuesto teatro; de mayor aforo, eso sí, y ligeramente mejor conservado y en parte restaurado, clic, clic. “Los antepasados de las actuales salas multicines”, pienso. Seguimos. El objetivo de la cámara sibaritea -será el calor- y dispara a una piedra que le sale al paso en forma de bicho raro y amazacotado, ideal como soporte de macetero urbano. Sin descanso, se revuelve y apunta hacia la umbría de un arco apuntado acosado por una maleza salvaje y verdosa, útil para cobijo y reposo de turistas necesitados de tregua. Luego se toma un respiro, hasta que harto de callejear por ásperos empedrados, siempre en pos del paraguas rojo, se fija en un ¿mastín? Negrísimo, que observa desganado el deambular de tanto turista sudoroso y apandillado. Alguno se permite bromear o cariñear con él, pero el perro ladra. Efectivamente es real y actual. Aunque parece renuente a abandonar su papel de figurante, clic. A su lado, casa reconstruida, con restos de la época aunque respetando su naturaleza originaria –siempre la misma apostilla-. Una casa de ricos. Primero, el jardín interior (es un decir, césped malcriado y algunos matojos irregularmente distribuidos, para simular que aquello apenas se ha retocado, supongo), enmarcado en pasaje de columnata con techos de madera y tejado a dos aguas, clic, clic. Luego, un habitáculo con pinturas rojizas saturadas de humedad, indescifrables, por mucho que la guía se empeñe en explicarlas, clic. Otro, ¿el salón?, con más pinturas de rubor desvaído, arriba una bovedilla con bajorrelieves decorativos, y abajo urna de cristal con un cuerpo humano tumbado medio en escorzo, carbonizado por la famosa lava vesubiana de la catástrofe, pero conservado al quedar enterrado en roca volcánica. Así lo asegura la guía, aunque a mí… la cámara le dispara escéptica y sigue. Salimos y volvemos a recorrer calles y más calles de liso pedregal a prueba de carruajes de aquel entonces. La derruida Pompeya, industriosa y cosmopolita, soportaba un tráfico rodado intenso, corrobora la chica del paraguas rojo. Nos detiene ante los restos de otra casa: un par de muros laterales y otro central con hornacinas de dimensiones diversas -la casa de un pobre, supongo, lo del fondo debía de ser la cocina-, clic. Aquí no hay urnas con muertos (claro, de los pobres, ya se sabe, ni rastro). Las había un poco más allá, parecía una casa museo: una especie de galería con la macabra exposición de estos muertos, todos tumbados pero con distinto lenguaje gestual, tal y como los pilló la lava -aclara la guía-, clic, clic, clic. Y no muy lejos, en una especie de almacén, un amplio y abigarrado muestrario de vasijas de distintos tamaños, enteras, cuarteadas, descabezadas o reconstruidas pieza a pieza, más pequeños amasijos de trozos sueltos a la espera del manitas y el presupuesto para la recomposición, clic, clic. ¡Qué interesante todo!, me digo, ¡y qué bello!
   El recorrido culminaría en el prostíbulo. Me refiero al de la Pompeya de cuando el Vesubio era un volcán trémulo, y antes de que este terretemblara. Según la guía, es importante, porque se conservan en él algunos frescos (no cabe añadir lo de “y frescas”, se refería al tipo de pinturas).
   Al llegar, topamos con una aglomeración bullanguera de comentarios alusivos entre risitas o risotadas. Grupos y grupos de la más variada nacionalidad que confluían al calor de la cultura sexual pompeyana. Nada de curioseo, eh, el móvil es la cultura.
   Por fin, nuestro turno. Pues sí, cabía presumir que aquellos dos habitáculos contiguos, más bien estrechos, hubieran albergado en su día, o sea, en su siglo, una casa de lenocinio. Tal sugerían los motivos pictóricos que exhibían sus paredes, impúdicamente. Pinturas rojizas, como todas las de antes, pero más subiditas de tono en el color, en nitidez y en postureo, desnudez y apareamientos explícitos. Mutatis mutandis, nada que envidiar al porno actual (cuestión de imaginación).
   Fin de la visita guiada a la ciudad en ruinas, y tiempo libre hasta la hora de regreso a la ciudad viva, anuncia la guía. Aunque, señala una dirección con el paraguas y recomienda rendir pleitesía a no sé quién -no pillé si hablaba de dios o emperador- y al foro.
   Allá que fui; por inercia, creo. O a lo mejor con ánimo de purificar el desdén cultural que me había embargado todo el recorrido. Llegué a un solar de palacio o templo -… como no había prestado atención-, la cámara parece que se animó un poco y disparó varios clic: gruesos muros pardos descascarillados, tullidos, pero ennoblecidos por columnas hieráticas e inmunes. Y luego al foro: una explanada agostada, incierta, silente y melancólica, enmarcada a trechos por columnas atezadas y esbeltas, clic, clic, que, desde su pátina de orgullo y nostalgia, clic, clic, contemplan absortas a tanto mirón deshidratado, tanta dialéctica de culturetas y tantos ángulos fotográficos.
   Miro en derredor, panorámica multicolor de enjambres de turistas; miro hacia arriba, el Vesubio, mole todopoderosa negra y ajena, madre desactivada de la historia y las leyendas que animan las almas y el negocio turístico. Y hago mutis… por el foro.
   En un bar de la explanada magna me atiende un camarero curtido en edad y turistas.
   - Café expresso.
   - Ah, ¿españolo?
   - Yes, café expresso, please.
   - Okey, enseguida.
   Lo trae. Me lo bebo y pregunto:
   - How much?, please -y recalco el please.
   - Dos euros, señore.
   Nada, que no hay forma de engañarlo.
   Le pago y me despido:
   - Arrivederci, siñore -empleo todo el acento italiano de que soy capaz.
   - Adiós, guapo. ¡Hala, Madrid!
   No respondo, no lo miro ni con sorpresa. Me voy destrozado, me ha descifrado hasta el alma merengue.
   De vuelta a Nápoles para la segunda parte de la visita guiada. Llegamos a la una. Antes de bajar del autobús la guía anunció una sospechosa declaración de intenciones:
   - Mis servicios terminan a las dos -miró el reloj ante todos como para comprobar el tiempo disponible, consabida expresión de hacerse de nuevas y de frustración más que ensayada-. Oh, sólo contamos con una hora. Pero nos dará para lo más importante, por supuesto, sobre todo si vamos un poco rápido. Luego podrán continuar por su cuenta, claro, hasta su hora de embarque.
   Bajó del autobús, enarboló el paraguas rojo y venid pollitos detrás de mí, sin opción a réplica. El grupo aún no se había sobrepuesto del paseíto por Pompeya, la seguimos sin otro ánimo que consumir el dinero ya abonado, como quien come sin ganas.
   No paró hasta la Piazza del Plebiscito, y en un lateral aguardó con pose paciente, mientras miraba ostensiblemente el reloj, a que en torno a ella se arracimara el reguero derrengado que la seguíamos.
   Recompuesto el grueso del grupo, desplegó sus saberes sobre la historia de aquella belleza arquitectónica y urbanística. Del valor artístico, pasó de puntillas. Allá al fondo la basílica de San Francisco de Paula con columnata de estilo dórico y pronao monumental, y dos escoltas de rango, las esculturas ecuestres de un tal Fernando I y el Carlos III que conocemos en España. Impidió que apreciáramos de cerca semejantes muestras artísticas. No sería su fuerte; porque enseguida se enfrascó en un gazpacho entre Nápoles y el reino de Aragón a lo largo de la Historia por donde nunca aparecía España como tal. España, los Reyes Católicos o que Carlos III, nacido de italiana, llegara a ser rey de España no figuraban en su guión. De sus palabras sólo salía Aragón o, en su defecto, los aragoneses, como virreyes, como ejércitos o como personajes al servicio de aquel reino. Pero de España, ni mu.
   Así pues, mientras el pinganillo persistía en su rollo aragonés, puse la cámara de fotos a trabajar, clic, clic, clic. Me atraía mucho más la excelente impresión que me estaba causando la plaza.
   Luego nos trasladó a la otra esquina, con vistas al puerto, para relatar no sé qué de un palacio menor. Pero mi cámara, renuente, se volvía hacia la inmensidad de la plaza y, en su afán cazador, activaba el zoom, la emoción de los detalles y las lejanías escatimadas a la visión normal, como un castillo rotundo y pardo en lo alto de una colina (sólo conservo la referencia de su imagen).
   Unos veinte minutos después, calculo, desandábamos hacia el punto inicial y al paso señalaba a la derecha el Palacio Real. Una fachada impresionante de intención neoclásica combinando los tonos pálidos de gris y rosa con estatuas engastadas de reyes emperadores y toda esta vasca, clic, clic, zoom, clic. Pero la chica del paraguas rojo a lo suyo, reescribiendo la impronta aragonesa.
   A continuación, el paso imprescindible para cualquier turista que se precie por el señero Café Gambrinus. Anécdotas sobre visitantes ilustres, Berlusconi -el primero-, Hemingway, Clinton y, supongo, algún aragonés de pro –no estuve muy pendiente-, y alguna alusión a sus especialidades en café. Pero, de las expresiones artísticas que alberga y de los afamados pintores, músicos, escritores e intelectuales que lo han visitado, pues eso, faltaba menos de media hora para concluir el programa contratado.
   El paraguas rojo, cual pendón, enfila Via Toledo. Nombre español, pero como adolecería de ascendencia aragonesa, la guía enfatiza en actual: calle donde venden los más rutilantes diseñadores, por si el personal es de posibles, de alimentar fantasías o de envidias tomar. Aunque, en realidad, no da tiempo para cualquiera de los tres entretenimientos. Un par de fotos a escaparates de pasarela y desembocamos en la Galleria Umberto I, espacio comercial construido a fines del XIX. Su atractivo reside seguramente en una estética de la emoción o de la melancolía, sensual pero con sugerencias eruditas y culturales. Combina y engarza arquitectura, escultura y pintura para conseguir una atmósfera diáfana, cautivadora y plácida.
   Ya el mismo pórtico de entrada, la imponente majestad de sus columnas, me sedujo. Desconecté el pinganillo, sus historias y leyendas urbanas. Consulté con la cámara de fotos y por toda respuesta comenzó a cliquear. Un visor encandilado y voraz para la confluencia de un crucero octogonal irradiado por una cúpula de vidrio y hierro, dos pisos de ventanas, sus arcos, dinteles y capiteles, las estatuas alusivas a las cuatro estaciones, a los mitos, a los dioses, a los continentes, a las ciencias y los descubrimientos, y los mosaicos del pavimento con los signos del zodiaco.
   Estaba la cámara cebándose en el mejor ángulo de Piscis cuando advertí que el grupo se dirigía hacia la salida. Activé el pinganillo, y sí, nos íbamos.
   Camino del puerto, última parada, Castel Nuovo. El grupo, exhausto y diezmado, le dedicó una atención menor. Añádase que la guía nos situó muy distanciados de las almenas y retomó la paliza del dominio aragonés en Nápoles (aunque en este caso parece que manejaba fechas y datos cercanos a la historiografía). Se ve que no había repasado el manual de historia del arte. Una bella estampa de gallardos torreones de roca volcánica, clic, clic, y arco del triunfo central, clic, con relieves escultóricos renacentistas en mármol lamido por el paso de los siglos, zoom y clic, clic. Y comprobarán que nos encontramos al lado del puerto, están a cinco minutos de su barco, muy agradecida por su atención, hasta una próxima ocasión, despedida y cierre.
   Al fin libre, me dije. Libre y estafado, me apostillé.