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jueves, 30 de enero de 2014

BITÁCORA DE ESTÍO (8)

LIVORNO, CIVITAVECCHIA Y UN ANILLO DE JADE

   Livorno era una ciudad de la Toscana cerrada por domingo en el corazón de agosto.
   Hacia mediodía había tomado el autobús-lanzadera desde el puerto. Con la intención de aventar el recuerdo humeante de la pasada noche, quizás, o de afrontarlo con esa analítica abisal en que acostumbro a sumergirme sin remedio.
   La otra opción, madrugar para la excursión a Florencia y Pisa. Pero creía grotesco dedicar seis o siete horas a dos ciudades tan cargadas de arte y cultura, un pack mezquino y ridículo. Y lo peor, habría vuelto a coincidir con Cristina. Ella sí que destilaba perfil de crucerista depredador de excursiones -y algún rasgo más del tópico-. Así que me levanté tarde para evitar tentaciones.
   En el autobús, sin embargo, mis propósitos de retiro marraban. Una pareja en el otro extremo reclamaba mi atención con manos limpiacristales. Había compartido con ellos mesa y mantel en la pasada cena de semigala. Les correspondí con sonrisa de reconocimiento pero sin acortar la distancia. Curioso matrimonio este, llevaba ella cuatro días con retraso de regla, y ya brujuleaban por una inminente paternidad. Claro que luego puntualizaban: el desasosiego con la medición menstrual era prácticamente mensual, desde hace tres años -los hijos, siempre dando problemas, incluso antes de concebirlos-. Cóctel tipo piña colada: candor, ilusión y el calendario. Más los cerca de cuarenta tacos por donde rondarían los dos. No, no tenía ánimo para reanudar conjeturas melosas. Mi disposición sólo transigía con el inevitable intercambio de cortesías y frasecillas al bajar del autobús.
   Sin embargo, apenas cruzamos un primer comentario sobre el calor, la embarazada en ciernes va y me pregunta con parpadeo de pestañitas melindrosas:
   - ¿Y la novia dónde la has dejado?
   Me quedé… Enmudecí de asombro (no, no soy de reactivo fácil). Hasta que ya luego tartamudeé:
   - Es… que… novia… no…
   Y él interpretó enseguida, para excusar el error:
   - Ah, perdona. Claro, estaréis casados. Como os veíamos tan, no sé, juguetones, nos pareció que a lo mejor… uno se piensa… y luego resulta que en realidad… Pasa, eh,… un defecto, lo reconozco… te haces una idea y luego…
   Intentaba justificar su jardín melifluo y fraseológico ante mi rigidez facial, que él suponía de reproche. En realidad me paralizaba el vértigo de un pensamiento: si estos, tan recíprocos en sus remilgos durante la cena, han notado y anotado otros vapores ajenos, Cristina, lo nuestro es para nota.
   En principio, permanecí en la ambigüedad, más que nada por comprobar el límite de sus observaciones. Pero en aquel intervalo de silencio confuso me sobrevino un absceso de franqueza:
   - No, ella está casada con el que tenía a su derecha. Los conocí en la visita a Mónaco. Pura coincidencia. Ya sabéis, un grupo de gente, por circunstancias te unes a ellos, y lo típico, haces amistad. Muy simpáticos, los dos, eh. Sí que Cristina parece más… más comunicativa, diríamos, o más abierta quizás. Pero bueno…
   La cuestión quedó más o menos zanjada. Ellos impostaron un híbrido entre sorpresa, comprensión, indulgencia y carnaza. Y mi instinto, aunque urgía tierra de por medio, arriesgó un comodín:
   - En fin, nos vemos a la vuelta. Voy a pasear mi soledad por aquí, a ver qué descubro.
   Nos despedimos. Se alejaron con la sonrisa y el gustillo de quienes participan de una confidencia.
   Después tomé aire a pulmón relajado y posesión del entorno. No me había movido de Piazza del Municipio, una explanada cuadrangular con edificios de los años cincuenta o por ahí, fachada de Ayuntamiento incluida, nada reseñable. Algún lugareño en plan transeúnte aburrido o reposando ideas en un banco de la sombra, y un salpiqueo de turistas sueltos con pinta de desubicados.
   Por honrar los folletos turísticos, pregunté por Piazza Grande. Estaba al lado. Parsimonia de miradas y andares cavilosos. Mi ánimo, resacoso esta mañana, no terminaba de configurar todas sus aplicaciones. Y eso que poco antes el par de tortolitos me habían fogueado bien. Para cuánto cotilleo les dará su primera cena de semigala en su primer crucero de su primer enésimo embarazo.
   Había acudido al comedor a mi hora acostumbrada. Como cada noche pedí compartir mesa con cruceristas de habla española, por la simple comodidad de compartir también el idioma. Y casualidades del destino, tras varios titubeos del camarero acomodador, termino sentado al lado de Cristina, en una mesa redonda donde aún quedaban dos asientos libres, justo a continuación del mío. Minutos después, los ocupaban el matrimonio inefable, que enseguida comenzaron a acumular conjeturas. Un momento antes Cristina me había comentado:
   - Qué elegante vienes.
   - Bueno, lo propio de un traje -respondí.
   - Pero de buena tela, ¿eh? –aseguró mientras se cercioraba tocándola por el brazo, o acariciándolo, y adornándose con esa sonrisa suya tan indefiniblemente definida.
   Aquí llegaron ellos. La primera imagen que captaron fue la mano de Cristina deslizándose por mi brazo.
   La segunda prueba, al poco. Cuando pido al camarero una copa de tinto y le señalo una marca española en la carta de vinos.
   - Okey -responde profesional.
   Pero vuelve sólo con otra carta de vinos. Se excusa, la anterior no estaba actualizada, o qué sé yo. La miro por lo alto y no encuentro marcas españolas. Todo lo profesional que quieras, pero me estaba fastidiando las meninges. Así que respondo:
   - Okey, -y añado con la flema que me caracteriza- water, quiero water, ya está.
   Se retira con gesto de contrariedad, seguramente profesional también. Y ahora sí, agua, me trae agua, y tan contentos.
   Cristina, que había seguido la secuencia con expectación creciente, en cuanto el camarero se dio la vuelta, confió sobre mi hombro la cabeza y una carcajada.
   Recomposición rápida porque su marido, atraído por las risas, esbozaba un rostro de poema vulcanero, que pivotaba de la cara de Cristina a la mía, verso a verso.
   No esperé a la última rima. Giré en mirada automática hacia el matrimonio recién llegado, y a todo instinto improvisé una salvedad:
   - Este camarero, o está alelado o se lo hace.
   Pues acerté, porque aprovecharon para enlazar, no sé cómo, con su emocionada presunción de encontrarse en el cuarto día de embarazo. Espejismo o ñoñez, sirvió al menos para zafarme de Cristina unos diez minutos, el tiempo que ella empleó en convencer a su marido de su ingenua diversión conmigo.
   Recuerdos con los que llegué a Piazza Grande. Efectivamente, lo era, grande, además de convencional e insulsa, de aspecto semejante a la del Municipio, pero rectangular esta. Salvo sus soportales, sin más seña de identidad para reclamo turístico -mi apreciación, conste-. Un par de vueltas y enfilo una avenida: Via Grande, indica el rótulo -denominación original, sin duda-. Larga, ancha, de arquitectura monótona, avejentada y alma hipotensa. Pespunteada de soportales que a trechos cobijan del sol. Apenas deambulan por ella esporádicos grupos familiares de domingo, excursionistas de paso para Florencia/Pisa y algún que otro mendigo de guardia. Muchas tiendas de ropa, perfumería, zapatos, la mayoría de afamada calidad, Foot Locker, Max Mara, Benetton, Zara. Zara, me detengo un momento ante su escaparate, sólo porque inevitablemente me evoca a Cristina y su minifalda-cinturón de anoche, modulada, curvilástica, ruborosa, flamígera, epicúrea, hojaldrada, hipnótica, vertiginosa, temeraria, pansensual… -¿daré con el adjetivo certero?
   - Es de Zara -me había susurrado en los preámbulos del fragor.
   Se me solivianta alguna zona de la hipófisis o por ahí, como anoche, y renuncio. Aquí en este letargo livorniano, no, la evocación es un trauma.
   Reanudo el paso y recupero mi análisis socio-urbanístico. A lo mejor esta ciudad esconde alma de modernidad. El lujerío de esta avenida apunta a burguesía de posibles, o cuando menos, de fachada. No lo creo destinado a un turismo que es de paso.
   Entro en un bar, una cerveza para saciar la sed y apagar algún rescoldo. Pero “Wifi free”, anuncia un cartelito, y dudo, y claudico. Pido la cerveza y la clave del wifi. Contacto con ella, Intercambiamos posiciones con lenguaje inocuo. Hasta que me anuncia o propone o impone, no sé:
   - Mañana los dos solos en Civitavecchia.
   Me hago el lógico y pregunto:
   - ¿Tu marido y tú?
   - No, tú y yo, bobo.
   Se me puso cara de eso, y corté en un arrebato de pudor, pagué la cerveza y salí.
   “¿Qué estará tramando?”, me preguntaba por callejas aledañas para obstaculizar enseguida la cobertura del wifi.
   Luego desemboqué en una zona peatonal, con aspecto de nobleza añeja, Via Ricasoli. Intenté distraerme por sus escaparates de perfumerías, boutiques, joyería… Pero en uno de estos reclamó mi atención: un anillo de jade verde. Rediós, otra vez Cristina y el anoche: su más preciado blasón, o pendón, de la lujuria.
   Fue una tercera ocasión durante la cena para que el matrimonio inefable elevara un nuevo indicio a la categoría de prueba. Llevaba Cristina en su mano izquierda un anillo de jade verde, ancho y rutilante. Jugueteaba con él con los dedos de la misma mano porque le estaba holgado.
   - Es mi escudo –me lo mostraba con orgullo seductor-. Sin él me siento desnuda.
   - Pues ten cuidado, porque con esa holgura puedes quedar desnuda al menor descuido.
   - No creas, para que salga del todo tengo que ayudarle. ¿Ves? -y lo arrastró con el pulgar hasta fuera.
   Y el anillo, tras cabriolar sobre el mantel, fue a caer en mi… regazo (pongamos un sustantivo digno).
   En mi vida me había encontrado en semejante trance. Cristina miró a su marido, que seguía enfrascado en su tertulia particular, miró al matrimonio inefable, que no perdía hilo, y me miró a mí, y de qué modo: ojos directos y labios entreabiertos recamando sonrisa tan cómplice. Y acto seguido, alargó su mano hacia abajo a la busca del anillo perdido, mientras me musitaba al oído:
   - Habrás comprobado que controlo cuándo y con quién.
   En décimas de segundos, a medida que su mano culebreaba por… ¡por ahí!, pasé del rubor al rubor, y del rubor al rubor. Hasta que su mano emergió victoriosa enarbolando el trofeo. Los tres exhalamos un soplo de alivio; quiero decir, el matrimonio inefable y yo. Aunque a mí me duró muy poco, porque Cristina aspiraba a mantener el clímax. Enseguida volvió a mi oído para asegurarme:
   - La tela de tu… tus pantalones, de tan buena calidad como la de la chaqueta, eh.
   Y ya no pude reprimir una cierta iniciativa:
   - Pues ya verás cuando compruebes la de mi… fantasía.
   Me devolvió la misma sonrisa de antes, pero con un grado más de tensión, o dos, quizás tres.
   Aún seguí un rato ante aquel escaparate, como encallado. Después la inercia me activó un paso lateral, suave, el cuerpo cedió. Y me retiré lentamente, absorto. En una esquina pregunté. “Piazza del Municipio”, por allí. Tomé el autobús de regreso.
   Almuerzo y siesta, amplia y espesa. Después acudí a algunos de los típicos entretenimientos que ofrece el crucero: Trivial Musical y Tragamonedas con los Oficiales. Pero cualquier situación es susceptible de recuerdos. De estos Oficiales de ahora al Capitán, del Capitán a su brindis de recepción anoche en el teatro -una recepción que llega cuatro días después de comenzar el crucero-, y de brindis a brindis, el de Cristina elevando hacia mí su copa de champán en la mano izquierda, con guiño subliminal incluido hacia su fulgente anillo de jade.
   La célebre recepción duró el tiempo que el Capitán empleó en desear very happy crucero a todos, y encabezar el paseíllo del grueso de la tripulación a través del patio de butacas hacia la salida. Fin de la representación, please, dejen en la salida la copa vacía que le hemos dado llena en la entrada.
   - Vente con nosotros -propuso Cristina, a la vez que pedía con la mirada el consentimiento de su marido y el resto del grupo-. Si no tienes otro plan, claro. La fiesta de la piscina promete.
   Asentí, templado por fuera, ferviente por dentro.
   Dejé la cosa esa del Tragamonedas por eludir el itinerario del anillo de jade, que había terminado desnudo y rijoso en la mesilla de noche de mi camarote. Prefería continuar en el modo reposo. Cené en el salón-buffet para evitar encuentros, y después al camarote, una buena lectura, blanca, tierna y crítica -Las dos ancianas- para ir adormeciendo hasta relajar el libro al otro de la almohada.
   Acababa de caer cuando llamaron a la puerta, unos golpes primero cautelosos, luego inquietos y persistentes. Me despabilaron, me soliviantaron, me enajenaron, pero no respondí. Al fin callaron, e inmediatamente un papelito reptaba bajo la puerta.
   Me levanté, cómo no, y leí: “Eres un… -ahí había un tachón corrector, reprimido, imposible de sobreleer-. Te espero mañana a las nueve para desayunar en el buffet. Él se va a Roma con los demás. Tenemos todo el día para nosotros. ¿Te acuerdas de mis besos de anoche? Pues un beso (cualquiera de ellos, elige), Cristi”.
   Acudí a la cita. Sin preguntas engorrosas. Dos horas después bajábamos del autobús-lanzadera en Chivitavecchia. Aun encelados como ya veníamos, pudimos presenciar la imagen misma del caos. La supuesta terminal para estos autobuses de todos los cruceros que arriban aquí (calle de ancho normal, carril de doble dirección, aparcamiento junto al acerado de escasos cien metros de largo) soportaba una aglomeración de tráfico imposible, en organización de llegadas y salidas, en información a los viajeros y en contaminación por tantos tubos de escape. Chivitavecchía, reflejo y puerta de servicio de la ciudad de Roma. Si todos los caminos conducen a Roma, los del mar pasan por Civitavecchia.
   A imagen y semejanza de esta ciudad incierta compusimos una partitura más de nuestro particular caos erótico-clandestino.