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martes, 21 de octubre de 2014

BITÁCORA DE ESTÍO (13)

VENECIA, DE MITO….

    Mediodía por la cubierta de piscinas, hora y espacio de máxima concentración de cruceristas a bordo. Un rumor se corre y propaga, primero vacilante, conjeturas, atisbos, susurros inquietos; pero minutos después, a medida que el barco va enfilando hacia tierra y evidencia un paisaje de costa, los tonos adquieren consistencia, seguridad y volumen y desescaman expectantes, arrebolados, ilusionados, entusiasmados en mensaje unitario: “¡Venecia a la vista!” Aunque ya se sabía -lo había anunciado la organización del crucero-, el barco arribaría al puerto de Venecia algo después de mediodía.
   Abandoné la lectura y me levanté de la tumbona a mirar, como todos. Efectivamente, allá a lo lejos se divisaba la costa, una costa, el mar recortado por unas lomas bajas, sin más señas de identidad. ¿Qué importaba?, fragor de cámaras y móviles, clic, clic, clic, por babor, por estribor, por doquier, por inercia, por sinergia.
   Me tentó la reflexión: el personal está ávido de emociones, y tratándose de mitos, ya te digo. Pero no quedó en simple parpadeo del pensamiento, rara vez me limito a una nota a pie de página. El peligro de mis querencias. No sé si por absceso intelectual, entretenimiento o vicio, me dilato, diluyo o escarbo en el apunte sobrevenido. Se me ocurrió sondear entre prudente y humilde mi nivel mitómano. ¿Para qué me haría semejante pregunta? Y menos, a las puertas de la mismísima Venecia. Con resultante de desasosiego. Más o menos controlado, pero desasosiego al fin y al cabo. Unos minutos, bastantes, aunque quizás insuficientes. Déjate llevar, hombre, me sugería la voz facilona del polo simplón, los mitos son consustanciales a la naturaleza humana, por paradójico que parezca. No tanto, me aseguraba la voz del otro polo, los mitos atontan, merman, pervierten, prostituyen la realidad en fantasía, vulgares proxenetas.
   Antes he dicho minutos, pero, bien contado, creo que mi debate intrapolar se prolongó al menos durante media hora. Aproximadamente hasta que el barco superó el primer espigón del puerto, cuando reparé en que tanta cuita me enajenaba y, ¡rebuah!, obstruía el primer ritual de la mirada. Así que lo solventé con una componenda: de momento, digamos que soy relativamente mitómano; luego, pues según. Y pasé al paisaje.
   Aguas pausadas con el verdor puro del sol de mediodía, alguna que otra lancha motora luciendo palmito con cabriolas y estelas de espuma en torno al crucero, que, paso de elefante, va surcando mayestático una zona de balizas que le marcan el acceso al puerto, junto a dársenas sembradas de altas grúas portuarias y repletas de embarcaciones de recreo. Por aquí flirtean ya las primeras láminas de la ciudad mito: tejados ocres a dos aguas, cúpulas grisáceas de media esfera rematadas con pináculo y torres afiladas.
   Lo comprobaría a lo largo de las horas, el mismo juego de tonos por toda la ciudad, grises y ocres, más alguna que otra paleta de rosa y verde, pero siempre con cierta pátina de palidez. Efecto de la atmósfera marina, de la psicología arquitectónica, del marketing turístico o de la falta de presupuesto para restauradores y pintores de brocha gorda. O de algún otro motivo que escapa a este profano en trance de profanador.
   Por cierto, la primera sorpresa me llegaría poco antes de culminar esta marcha cadenciosa hacia el puerto: a pie de mar, una iglesia o basílica con aspecto de templo griego, con su tímpano triangular y todo. Aunque la sorpresa no residía en su portada, vistosa, elegante, sino en una estatua colosal erigida a su lado. Vista desde arriba, desde el barco, su cabeza alcanzaba justo hasta el entablamento que sostiene al tímpano. Pero reclamaba la atención, no sólo por sus dimensiones, sino por la imagen misma que representaba: un ser humano deforme, una mujer sentada sobre una peana cuadrangular, desnuda, color gris veneciano, cabeza rapada salvo una especie de flequillo recortado sobre la frente, mira hacia su derecha –el lado contrario a la iglesia-, con rostro inexpresivo, o quizás taciturno; sin brazos, aunque con restos de muñón en el derecho; los pechos son dos protuberancias paleolíticas y asexuadas que descansan sobre una barriga de embarazo; en esa posición sedente, piernas cortas, muy cortas, semiabiertas, con muslos excesivamente gordos hasta las rodillas, desde donde se moldean hacia los pies con abertura de pies planos. Desconcierto. Qué anunciaba aquello, qué pretendía provocar, ¿conmiseración?, ¿miseria?, ¿aviso para navegantes que se acercaban a contemplar los oropeles de esta ciudad legendaria? He estado después buscando imágenes de esta iglesia o basílica por internet, y las he encontrado, si, pero ni rastro de tan monumental y turbadora metáfora al lado. Acaso fuera el reclamo de alguna exposición temporal de escultura o pintura que hubiera por allí, en cuyo caso, no quiero ni pensar lo que se podría encontrar en ella.
   El barco quedó definitivamente instalado en la zona de cruceros del puerto hacia las dos de la tarde. El dispositivo de desembarque estaría listo para media hora después, anunciaron. Trajín de masas de cruceristas para tomar posiciones de salida, mientras una minoría relativista y hambrienta acudíamos al salón-bufet. Venecia podía esperar, pero los jugos gástricos no.
   Mientras despachaba un menú de ensaladas, planchas, salsas, melón y sandía, me planteé el futuro inmediato. Saqué el móvil, lo puse sobre la mesa, comprobé su estado. Operativo. Bien, tenía que decidir si me decía a llamar a Rosalía. No era fácil, a pesar de los mejores augurios. No en vano soy mucho de tamiz, de mucho tamiz. Y, claro, mi capacidad resolutiva no fluye y acelera hasta que no ha superado varias cribas.
   El problema no venía de origen. De hecho, en cuanto conocí la ruta del crucero, asocié Venecia a Rosalía y me apresuré a conseguir su número de teléfono. Me ilusionaba el reencuentro al cabo de los años. No, nada me inquietó entonces. La duda era reciente, venía barbullando desde un rato antes, cuando me sobrevino el dichoso debate sobre mis tendencias mitómanas, y por ahí se coló ese ligamento cruzado Venecia-Rosalía. Es decir, si Venecia se me presentaba como un mito a punto de deconstruir y, en consecuencia, de descatalogar, me maliciaba que con Rosalía ocurriría tres cuartos de lo mismo. Vale que me encanta desmitificar, pero Rosalía… Seguramente hay mitos de los que es mejor no despertar.
   Dilema fortuito y antipático atorado otra vez: ¿para qué me haría semejante pregunta? De nuevo los acosos bipolares tejían y destejían argumentos. Aunque, mientras tanto, mi mano inconsciente había cogido el móvil y buscaba entre el listado de contactos, como por entretenerse, como a la espera de conclusiones, y un dedo desmayado y traicionero, no sé cuál, pulsó el número de Rosalia, en plan de prueba, como si intentara zanjar el debate por la vía de la comprobación: a qué tanto discutir si al final resulta que no contesta o, lo que es peor, el número es falso o simplemente no existe.
   Señal de llamada -existe por lo menos-, décimas de segundos, todavía confiaba en que no descolgaran, un tono, dos, tres, dudaba ya de que lo hicieran, cuatro, cinco...
   - Sí, quién es, por favor.
   Esta voz… -pienso, otras cuantas décimas de segundo- medio raspada pero melosa… ¡Coño, pero en español!
   - Ejem -me apresuro, función fática, mantener el contacto-… ¿Rosalía Solano? No sé si… Verá…, acabo de llegar a Venecia en un crucero y…
   Me quedé pinchado más que nada porque me estaba reprochando mil veces, en décimas de segundos también, explicación tan pueril. Pero ella:
   - Pues claro que has acertado, chaval -su voz también se volvió cariñosa y casi eufórica-. Llevo dos días esperando tu llamada. Seguramente me dijeron mal la fecha.
   Ese tono, ese calor, esa disposición, me fortalecieron, sólo en décimas de segundo, más que suficiente para afrontar el mito con confianza y aplomo. La conversación se volvió enseguida fluida y corta, porque convenimos en el interés inicial, vernos aquella misma tarde. Me citó en una de las terrazas de la Plaza de San Marcos. Explicó un poco en cuál, pero la precisión no funcionaba, así que lo dejamos para unas dos horas después, tiempo calculado, por ella, de mi llegada a sitio tan emblemático, ¿y tan mítico?, para encontrarme con mujer tan singular ¿y tan mítica?
   Dejé el postre a medio terminar, me serví el clásico café aguado de la maquinita y salí disparado al rincón del fumador, nicotina para la ansiedad. Al cabo de los años nosecuántos estaba a dos horas de Rosalía.
   Rememoré así por encima, fumarse un cigarrillo no da para mucho. Los años de facultad, en que sólo la conocía de vista y de alguna que otra referencia. Ya por entonces Rosalía no era mujer que pasara inadvertida. Una belleza jovial, intelectual, llana, crítica, dispuesta, generosa, activa, comprometida y rubia de ojos azules. Coincidimos algunos años después, con la profesión ya a cuestas, por el sistema de un grupo de amigos conecta y tal con otro del mismo tipo, ella en uno, yo en otro. Entonces sí, intercambiamos impresiones, ideas, opiniones, etc. Del gran grupo pasamos al petit comité, y de ahí a la relación personal. Digamos que le caí bien, en los primeros compases por mi afición a la literatura y a escribir prosas. Acababa de divorciarse de un marido que escribía versos y parecía tentarle la posibilidad del cambio de género. Por ahí vendrían confidencias de pasado, presente y futuro y alguna que otra caricia, que justamente desbarató el futuro. Sus inquietudes la llevaron a la militancia política, y enseguida asumió liderazgos y responsabilidades, para los que se encontraba dotada, sin duda. Pero a mí, menos las inquietudes, me desbordaba todo lo demás. El resultado, tantos años de por medio. Hasta esta Venecia, donde ocupa no sé qué cargo en el Instituto Cervantes. Fin del cigarrillo evocador.
   Después, al camarote a por la mochila con el kit de acompañamiento y un figss-figss de colonia al paso. Con que coqueto, ¿eh? -me pregunté ante el espejo antes de salir-. Rehusé la respuesta, me daba pudor, y rubor.
   Tras superar apuros de desplazamientos, mapas y preguntas en modo turista despistado di con el vaporetto. El célebre y preciado vaporetto de todas las guías informativas y foros de internet. Ticket y acceso.
   Consigo hueco en la parte descubierta de popa, asiento de madera corrida encastrada al lateral, o sea, cuerpos adosados noventa por ciento turistas. A mi derecha, una pareja de latinos, moreno y bronce, mucho más adosados entre ellos. A mi izquierda, una, dos y tres asiáticas, de juventud imprecisa, sonrisa candorosa y cámara en ristre -ya sé que la descripción no es muy original, pero tampoco voy a tergiversar ni poetizar la realidad-. Quizás japonesas, pero, claro, tampoco andaba yo para análisis de oberturas en el rasgado de ojos, ni de acento de pómulos, etc.
   Así pues, vaporetto en marcha, me abstraje y concentré los sentidos resultantes en el Gran Canal. Como si fueras por una gran avenida, una magnífica avenida, ancha, espaciosa, diáfana, mágica pero con tráfico, de otras embarcaciones, claro, lo que la humanizaba. Esto me distrajo un poco al principio, los comentarios risueños, cantarinos y niponfascinados -tres delicias- de las presuntas japonesitas también. Pero sólo hasta el primer apeadero, que fue cuando me dije “esto es como el autobús urbano, con su recorrido, paradas, subida y bajada de viajeros y tal, pero por agua”.
   Bueno, cuando el vaporetto reanudó la marcha, todavía pergeñé una observación algo renuente: los laterales del Gran Canal estaban, a trechos, sembrados de empalizadas de embarcaderos abarrotados de barcas, barquillas, lanchas y demás vehículos de transporte o traslado acuático; o sea, el equivalente a los aparcamientos de cualquier avenida. Seguro que tienen zona azul y todo; aunque puede que algunos sean garajes comunitarios o algo así. Pero inmediatamente me pregunté: ¿no crees que te estás perdiendo un panorama de ensueño? Me respondí que sí. Y ya me hice caso del todo y me propuse empaparme del paisaje.
   Dispuesto a dejarme seducir, levanté la mirada por encima de los embarcaderos y embridé mi natural distante y descreído, esfuerzo casi innecesario porque al punto comenzó a tambalearse. Sobre todo tras pasar bajo un primer puente de construcción convencional. A medida que este vaporetto, tractoroso, trompicoso, avejentado y resignado, avanzaba cual mulo de carga, se prodigaban arquitecturas góticas y renacentistas y su orgullo milenario, impávido, mudo y bello.
   Prolongada y magnética secuencia bajo el asaeteo incesante de las encandiladas japonesitas que, parapetadas tras sus cámaras de última generación, no pierden detalle, detalles, pero quizás también perspectiva. Un puente de herrumbre, otro con barandas de cristal (impuesto, sin duda, por necesidades de la modernidad, pero que incordia bastante al entorno milenario), y el famoso puente de Rialto, de imposible majestad y sencillez. Entre sus tramos alternan fachadas en su mayoría de factura clásica rosáceas y grises, colores desvaídos y fuertes de abajo arriba, líneas rectas atravesadas por amplias balconadas, de señoríos o aburguesadas, salpicadas de banderas italianas o venecianas, en solitario o emparejadas o acompañadas de europeas, torres inconcretas en tonos terrosos y cúpulas averdinadas, y una espectacular balaustrada a pie de mar (“Museo di Storia Naturale. Bestiario Contemporaneo”).
   Mientras la marcha del vaporetto me lo permitió, fijé la atención en una fachada de particular reclamo fotográfico. Se me antojaba de renacimiento decadente o florido, no tanto por su balconada corrida como por los prudentes excesos de la arquería de sus ventanales. El acceso por mar está protegido por una carpa de púrpura decolorada, mientras que por encima de esta una especie de tapiz, también en púrpura pero caramelizada en este caso, anuncia “Casino di Venezia”. La fachada es apuesta, glamurosa, etc. de por sí; pero es este circunstancial tapiz o simple colgadura lo que excita el fragoroso cliqueo de toda la popa turística del vaporetto y, hasta donde la vista me alcanza, buena parte del lateral de babor y los más atentos de estribor. Y eso que aquí, a diferencia de lo que había contemplado en Mónaco, a la puerta (embarcadero) del casino no se exhibía una puñetera embarcación sobre la que descargar todas las maldiciones, juramentos y escatologías de la envidia.
   Fue entonces. Aquel monumento hermoso y malsano ya quedaba atrás y mi mente reclinaba la mirada por las orillas. Entonces lo advertí, la conjunción emocional que subyuga y subyugará a todo visitante de esta ciudad, sea en la forma de turista o crucerista (para el caso, apenas hay diferencia), de viajero empedernido o recalcitrante, de novios en viaje de tales o de improvisados tales en furtivo viaje de dimensión específica, de visitador aventurero o de circunstancial congresista de medicina desoxirribonucleica. La seducción no reside sólo en esos frontones y columnas que se suceden a lo largo del recorrido, ni en las gárgolas de rostros esculpidos con la boca abierta bajo los tejados, ni en las pequeñas esculturas, motivos mitológicos, que rematan los ángulos del triángulo de sus frontones, ni en la persistencia de unas fachadas con decoración y vanos de alma en equilibrio. No. Todo ello por sí mismo conformaría un conjunto digno de admiración, qué duda cabe; pero… era el agua, el mar lamiendo con verdina y moho los pies de sus cimientos, el mar, que no importuna sino alabea, que no invade sino acaricia y amorosea y ensalza y vivifica la prestancia de este relicario arquitectónico.
   Tamaño descubrimiento -vale que poco original, lo admito, pero…- anonadó y arrinconó mi capacidad expresiva. Imposible describir la sucesión de impresiones que fueron quedando en mi espíritu. Renuncio. Son los riesgos del arte pluridimensional, las sensaciones desbordan a las palabras, al menos en mi caso, que funciono a base de intuiciones y sensibilidades cuasicorruptas. Supera tú la expresión experta, sensual, sibarita, culta, documentada y apabullante de la persona que te ofrece su información y sensibilidades, con amable exigencia de instrucción básica, eso sí. Buf, me sentía noqueado, no acostumbro a percepciones tan seguidas y tan fuertes.
   Así que cuando bajé del ínclito y vulgar vaporetto, todavía bajo tales efectos narcóticos, lo hice sumándome a la inercia de la mayoría que lo abandonaba, y de las tres japonesitas, que también lo abandonaban.
   Hasta minutos después no me invadió una suerte de liberación, y la conciencia de que efectivamente había coincidido en el destino con todos los demás, San Marcos.
   Miré hacia los quince mil puntos cardinales del lugar y sólo acertaba a perderme en un ingente trajín de gente que hormigueaba en hileras descompuestas o aglomeradas, deshilvanadas o moleculares en múltiples destinos finitos o despistados, imprecisos o guiados, sorteados o arrutados, colectivos o wassappeados, multicolores y veraniegos todos.
   Iba a preguntar algo, no sabía exactamente qué -de verdad-, cuando justamente un wassapp multiplicado me salvó: “Media hora esperándote en la plaza de San Marcos”. “Terraza al lado del Campanile“. “La primera a la izquierda viniendo desde la catedral”. “¿Tardarás mucho?”
   Me apresuré a responder: “Acabo de bajar del vaporetto”. “Parada de Piazza de S.Marco”. “¿Crees que daré contigo en cinco o diez minutos?”
   Respuesta: “Sí”. “¿Te pido un café o una cerveza?”
   “Las dos cosas, guapa” –sentía que todos mis escáneres retomaban su habitual pleno funcionamiento.
   Y allá que fui al encuentro de mi segundo mito veneciano.

domingo, 14 de septiembre de 2014

BITÁCORA DE ESTÍO (12)

KOTOR, ESENCIA DE ACORDES

   El barco debió de alcanzar la entrada de la bahía al amanecer. Supongo que según lo previsto. Me lo perdí, no era para menos, acaso llevaría un par de horas durmiendo tras una madrugada fragorosa de lascivias y demás concomitancias.
   Me despertó la megafonía exterior -el balcón del camarote se había quedado abierto-. Anunciaba no sé qué del sistema para el traslado de los cruceristas a puerto. Desabroché unos párpados atolondrados, bizqueé en derredor, de Cristina sólo permanecían en el camarote sus efluvios -que no era poco, desde luego-, desbrocé el amasijo de sábanas que incordiaba mi desnudez, miré el reloj, las diez de la mañana, y compartí con él una constatación: al fin solos.
   Mi nivel de consciencia mejoró con la ducha, pero no recuperó sus coordenadas habituales hasta el desayuno. Sentado en el lateral del salón-buffet, aprecié por fin la luz de la bahía, sol tímido y relieves mansos. Iba a pasear la mirada por la imagen, cuando me vino a la memoria informaciones recabadas por esos foros de internet, que insistían en semejar el paisaje con los fiordos noruegos. Gente viajada, concedí, pero no sé, desde mi desayuno contemplaba en panorámica un corro engarzado de montes pardos, lánguidos y apedregados. Con ermita encastrada en ladera de un risco de músculo descarnado y enigmático, uno más, para turistas proclives al reto exótico. No sé, que tal estampa evoque…No sé, tendré que organizar presupuesto para visitar los renombrados fiordos noruegos, aunque me fastidia hacerlo ahora por el simple placer de contrastar.
   Enseguida recordé un folletito del crucero sobre Kotor: enclave geográfico invadido y ocupado sucesivamente por turcos, venecianos, eslavos, franceses, austro-húngaros y griegos. Qué barbaridad, pensé, cómo asimilar que semejante mole montañosa, escarpada hasta la majestad, resultara de soberbia estéril, roma y deslustrada a lo largo de siglos inútiles.
   Lógico, entre lo de los fiordos y tanto invasor, miscelánea de envergadura, se me avivaron los sentidos, la crítica y la ternura, creo.
   Terminado el desayuno, me dispuse a visitar la ciudad histórica. El barco había fondeado a la entrada de la bahía. El traslado a puerto de los cruceristas se hacía en lanchas cubiertas, que llamaban tenders o algo así -cosas de la anglofilia-. Describir el trayecto como por un remanso de mar quedaría corto y gastado, añadiría la sensación de aguas tremolosas y resignadas. La perspectiva se vuelve selectiva y con el zoom se acerca a una arboleda verdosa en la ribera, que arropa restaurantes, cafeterías y casas de nuevos ricos a pie de mar, que se van creciendo, parece que con cautela, hasta el desnivel imposible de la roca. Sigues. Al paso, en un lateral, un muelle, construcción moderna, de embarcaciones de recreo –es que no vi ningún barco o barquito pesquero-. Conjunto sutil que enjuga las cuitas rendidas de un oleaje acomplejado. Belleza desmallada o impostada.
   Bajé de la lancha y, en cuanto crucé una especie de aduana sin posibles, me di de bruces con una realidad desconcertante: una tropa de taxistas, semblante enjuto, voz apocada, ofreciendo sus servicios como si pidieran limosna. No me interesé por sus ofertas, porque me daba grima aquel exceso de vasallaje y porque mi estado psicoturístico sólo aspiraba a un recorrido ocioso por el denominado casco histórico, a dos pasos.
   Antes de acceder a él, una muralla medieval, negruzca y mastodóntica, cinematográfica, inexplicable e ineficaz -a tenor de invasiones por lustros más o menos-. Lirismo de aguas de limo verdoso que lamen sus cimientos, atractivo adictivo para visores de clic impresionable. Conjunto que exorciza, no sé por qué, pero te imbuye un cierto estado de ánimo. Y cuando franqueas el arco de entrada una disposición particular te despoja sin apenas percibirlo de tus trivialidades al uso, tu pátina de turista animoso, curiosón y superficial. Y te transforma en visitante, te dignifica. Ya digo, sin apenas percibirlo.
   Dentro la vida no bullanguea, sino fluye. Entre los escasos lugareños y los visitantes (turistas antes de entrar), sólo la distinción del atuendo, austero el de los primeros, variopintoflorido el de los segundos. Por mucho tráfico de personas que soporten sus callejas, el tono de voz es rumoroso. No falta algún destemple, pero dura el tiempo que la atmósfera sedosa lo amortigüe. Vaporea una suerte de comunión de actitudes suaves y conversaciones tenues, un clima domesticado y dulcífico, reposado y evocador, como flashes de la infancia ancestral.
   El primer saludo me vino de una torre achatada, de piedras perfiladas, pulidas y aseadas, aspecto medieval recién salido de la ducha, aunque degradado por el reloj de principios del XX que exhibe. No me choca el contraste, ni me defrauda expectativas, nunca viajo con valores preconcebidos.
   Después, calles, callejas y plazoletas peatonalizadas, con adoquines arteramente simulados o directamente de granito. Pero el turista, perdón, el visitante, raramente acostumbra a mirar por dónde pisa. Salvo en lugares muy específicos -como las ruinas de Pompeya-, y salvo las callejas escalonadas. Generalmente anda, camina o deambula con vista erguida, porque lo suyo no es mirar, sino admirar.
   En este casco histórico la arquitectura, no por repetida se hace monótona, y desprende un cierto sabor a cariño y sencillez, nada más lejos de su intención ser hostil o vulgar. Aunque, se aprecia como dos zonas, porciones, parcelas, memorias o matices sociales. Por aquí, esculturas en bajorrelieve o adosadas en los tímpanos y jambas de casas solariegas, con motivos esotéricos, sean religiosos o paganos, reflejo, sin duda, de las variadas culturas que colonizaron el lugar a lo largo de los tiempos. Y hasta una balconada promiscua: la primera planta de piedra recia y la segunda de hierro labrado. Por allí, el corral de una casona de aspecto ajado, conservados ambos en un deterioro perfectamente calculado, ropas tendidas de cordel y, oh, error, parabólica de instalación reciente en la pared.
   La arquitectura, ya se sabe, testimonio impertinente que ni la pátina del marketing consigue o pretende desvanecer. Al fin y al cabo, el marketing también es clasista, ensalada de contrastes para cuenta de resultados: fascinación por la riqueza, conmiseración con la pobreza.
   Se percibe, sí, lo genuinamente medieval, aunque a veces también lo impostado. Edificios cuadrangulares, de crestas romas, rara vez aventuran algún tímido motivo piramidal. Todos con fachada de piedra; pero mientras unos conservan el negror pardo, astroso y áspero de su origen, otros se debaten entre las guedejas del óxido marino y otros han sido claramente remozados y agrisados, como atildados para recibir visitas. Viviendas habitadas o deshabitadas, de trazas aristocráticas o plebeyas, sospechosa uniformidad que derrapa ligeramente en sus ventanas, con postigos de madera, en doble hoja con listones de celosía, en su mayoría verdosos o azuleados (presumo que en función del nivel burgués de sus propietarios), o de una sola hoja tosca y en marrón desvaído.
   Hablo contra la publicidad de “una ciudad sostenida en el tiempo”. Determinadas inmanencias… ya se sabe lo que el marketing es capaz de prostituir.
   Aunque aquí en Kotor parece no haber podido con el alma que aúna. Quizás buena muestra de ello sea la mismísima catedral.
   Bueno, llamémosla catedral. Aunque no sé. O se trata de un problema de denominación de origen, de calificación estético-arquitectónica, de evaluación culto-religiosa, de consideración ecléctico-cultural, de estatus litúrgico, o de dimensiones con respecto al resto de edificaciones construidas para fin similar. Pero que para mí, en el ranking, se encontraría bastante por debajo de las españolas. Y no lo justifico más. Otra cosa es el encanto de su pose milenario, su carencia de altivez, el arrullo de los dos torreones que la amparan, el fondo abrupto de roca y bosque que la cobija, la explanada amable y receptiva para fieles e infieles allende latitudes,… y la señora que accedió a inspirarme una foto ante su portada, sonrisa relajada de promesas mil, melena al viento y un lenguaje corporal… Imagen fugaz (aunque con foto -por tanto, fugacidad relativa-) que conservo y pervive y se reproduce en todas las olas y horas de mis emociones. Nunca se sabe: ¡lo que puede dar de sí una catedral, aun de perfil bajo!
   Sigo. El interior de la catedral es aun más minimalista que la portada. Tres naves de escasas dimensiones, en longitud y altitud, con sus bóvedas de nervaduras que cargan sobre manojos de columnas de ladrillo visto. ¿Qué más? Pues hay también columnas sueltas de mármol para completar el juego de arquería, de ladrillo visto también, que separa la nave central de las laterales. El resto, yeso encalado. No fascina, la verdad. Demasiada sobriedad para una catedral que se precie de tal. ¿Encanto? Pues claro, todos estos edificios religiosos tienen su encanto, por exceso, por defecto o por encefalograma plano. Se me antoja arquitectura cercana a insulsa, remisa. No me atrevo a añadir lo de austera porque no acierto a descifrar si por ahí discurría la intención dominante al construirla o si primaba y condicionaba un problema de presupuesto.
   Pero las esculturas que albergaba sí, las esculturas me atrajeron, bien que por su tosquedad, algunas en el límite de lo morboso. Como un Cristo Crucificado enanizado, embarrado y con una corona de espinas tan astrosa, burda y sañuda que… de la que se ha librado el Cachorro de Sevilla.
   No había muchas más ofertas para visitar, aparte de alguna que otra iglesia -al menos yo no encontré más-. Me llamó la atención una especialmente. No consulté su filiación, pero, desde mi culturita deduje que era de la rama ortodoxa. Pero no me atrajo su fachada de piedra remozada, blanquecina, flanqueada por dos torreones octogonales rematados con cupulilla, ni su arquitectura interior abovedada sobre columnas de serie, ni su retablo con escenas de la fe, ni la proliferación de dorados y plateados tanto en el retablo como en lámparas colgantes, hornacinas o confesionarios, atriles, púlpitos crucifijos y demás motivos para la fe, ni los soportes para velas a un euro el encendido de la fe. No. Mi interés sin cámara se centró, se cebó, en un hombre. Espigado, proporcionado, rondaría la edad atlética de los treinta años (no puedo decir si además era guapo porque sólo lo vi de espaldas). En el centro de esta iglesia, ¿o capilla?, desprovista de bancada, arrodillado, brazos semiabiertos en actitud orante, rostro enhiesto, ante una especie de túmulo de madera donde posa un cuadro a toda plata de Virgen con Niño. No contabilicé minutos, pero sí puedo asegurar que se tomó su tiempo para sus oraciones, ajeno por completo al visiteo ambiente. Terminó, se santiguó, se levantó y se fue. Estuve mirando en derredor, por si descubría a algún paparazzi de contrato, o algún familiar o amigo dispuesto a valorar el gesto. Todavía salí tras él, por si hubiera alguien esperándolo fuera. Nada. A paso ajustado se perdió por la primera esquina. Lo de este tío es auténtico, pensé, y me reconfortó ante las hipocresías, religiosas o profanas, de pasarela o hasta mediáticas al uso de alguna juventud o juventudes.
   Después retomé el bisbiseo de las callejas, que me llevó a una plaza amplia y cuadrangular donde burbujeaban terrazas y cafeterías integradas en el decorado medieval. Me senté, una cerveza. Wifi free. Como la observación del incomparable marco se me agotaba enseguida, pido la contraseña. Me la proporcionan con amabilidad inmediata. Pero Google anda remiso y perezoso, imbuido sin duda del medievo ambiente. Recurro al whatsapp, por entretenerme, sólo por entretenerme, conste, y redacto para Cristina un mensaje cifrado -por si su marido…-, pero nada, no lo envía. En definitiva, apenas wifi y poco free.
   Con la pausa, la cerveza y el recuerdo de las horas en vela, en vela activa, de la pasada madrugada me fue calando un sopor sanguíneo. No me quedaba más espíritu que volver al barco.
   Derecho al salón-bufet. Tras el almuerzo, un cigarrillo apresurado en el rincón del fumador. Y después una siesta profunda, abisal y con recarga masiva de nutrientes, hasta las ocho de la tarde.

jueves, 29 de mayo de 2014

BITÁCORA DE ESTÍO (11)

…Y NOCHE DE GALA

   Resolví la cuestión del almuerzo por el sistema de servirme de aquellos expositores donde la aglomeración era más soportable, y de ocupar el hueco de una mesa sin preguntas ni porfavores. Me urgía escapar de aquel pandemónium de cruceristas a mogollón.
   Al poco me relajaba en una hamaca de la zona de piscina acotada en exclusiva para adultos. No, paraíso no, pero sí ocho o diez grados menos de gentío que en la otra. Al cobijo de una enorme marquesina a modo de cúpula, el filtro del sol expande un tono azulón y sedante que amortigua el chistorreo vocinglero procedente de la piscina misma, circunstancial tertulia puesta en remojo a la sacrosanta hora de la siesta -hay adultos tanto o más bulliciosos que los críos-. En fin, recliné un vistazo a las propuestas del today para la tarde y esperé a que llegara el sopor, y llegó. Esos momentos magmáticos en el límite de dormitar y dormir, galbana y nirvana, confiarse a la fluidez plácida de la indefinición, distensión de músculos y cerebelo. Tiempo neutro que se va evaporando, hasta que una mano ajena, cálida y festiva, inicia en mis mejillas la caricia de un circuito que, cuello abajo, pecho, abdomen, culmina en la meta -polisemia de sustantivo y forma verbal de difícil precisión en tal estado de somnolencia.
   No necesité abrir los ojos. Sólo exhalar:
   - Por favor, Cristina.
   Por toda respuesta, percibí que ella, alcanzada la meta -sustantivo-, aspiraba a la recompensa -forma verbal-. Pero, como no estábamos ni en lugar ni en situación de pódium, abrí los ojos y la sonrisa, consulté el reloj y –estimulado por esta bipolaridad expresiva que me redime- arrastré un tono entre prometedor y lujurioso y confiado y cáustico y reservón y de medias palabras para que se entiendan completas:
   - De momento, la hora feliz en Passport Bar, Cubierta 3, cócteles dos por uno. ¿Tienes margen?
   Lo tenía. A estas alturas, ni ella me daba explicaciones de cómo hacia novillos a su marido -lo de novillos es poco decir, claro-, ni yo se las pedía. Dos cócteles durante una hora tan feliz que un matrimonio cándido y curiosón, de la mesa de al lado, nos preguntó si éramos recién casados. Les respondí yo, muy serio y entusiasmado:
   - Sí. Es mi cuarto matrimonio; el de ella, el segundo. Números pares. De pareja, ¿eh? -se me escapó una risita.
   Pusieron cara de asombro con tendencia a la incredulidad. Volvieron a sus cosas. Minutos después nos fuimos enlazados por la cintura, los reyes del mambo, hasta los ascensores. Cada cual subió al suyo.
   Su destino lo desconozco. El mío, merendar. Me había dado hambre de pronto, en el ascensor, indeciso aún, de pronto hambre. En el salón-buffet, qué diferencia con lo de antes, tan sólo vagaban por él composturas en chanclas de suave retorno. Mi descubrimiento, el sushí, esos bocados que unos aciertan con palillos y otros como yo con tenedor, o con índice y pulgar, como yo también. Me gustó y me sacié. Rematé de nuevo con un café solo con mucha agua. Y un cigarrillo sereno en el rincón del fumador, mientras consultaba mi inseparable today.
   “Exhibición de diamantes marrones LeVian. Boutique C, Cubierta 5”. No encontré mejor alternativa a esa hora. En el paraninfo de los diamantes una patrulla de chicos-barra-chicas uniformados-arroba-uniformadas te reciben con amabilidades de marketing y te introducen en las petulancias y perfidias de los diamantes en cuestión y te acompañan por los expositores y apabullan tu inopia y simpleza, y si compras dejarás atrás tu vulgar estatus sociológico y deslumbrarás a tus familiares y amigos. Y es tal la pequeñez que siento y me acompleja, que aprovecho para escabullirme el momento en que mi cohorte publicitaria desvía sus milhojas y ojos hacia el capitán, que llegaba en su versión jefe de relaciones públicas con un grupo de cruceristas vips.
   Volví al centro neurálgico del barco, la piscina común, para entretener tiempos vacíos. Acalora el ambiente un dj junto con una chica que acompaña sus músicas a base de baqueta y timbal. Desde el rincón del fumador las ideas pretenden escapar hacia el lejano oleaje que imanta la puesta de sol. Allá en la línea del horizonte donde mora la melancolía, huída hacia adelante con los bagajes de antes. Al vaivén de este mar que mece el presente efímero. La tendencia al arqueo, siempre punzante, para dirimir futuros. El presente puede esperar, carece de poesía, de sentimientos sublimes; si acaso, disfruta con glorias pasadas. Pero nunca ha tenido futuro en la poesía. Cuando alcanza ese futuro se vuelve presente y entonces al hilo del instinto recurre al pasado para ennoblecerse, para reivindicarse. Freno. ¿Galimatías? Posiblemente, o sin duda. O sí. Sí. Déjate de esferas naranjas sumiéndose en la majestad tenue del océano mientras te enredas en parábolas. Vente al presente, un crucero no es un barco surcando el mar, cruzando el mar, de un sitio para otro durante varios días (trece días, doce noches en este caso), no. Es un barco, eso sí, donde, por tiempo y trayecto fijados, las vidas de muchas personas o de algunas o de dos coinciden y se cruzan (cru-ce-ro, so torpe). Conclusión: lo tuyo con Cristina es típico cruce de crucero. En el fondo eres un sentimental, te enamoras de todas porque crees que todas están enamoradas de ti. Fenomenal la confesión, ves, no era tan complicado: ¿de qué vas?, de crucero; ¿y ella?, lo mismo. Carpe diem, etc., etc. Ah, y cuando el barco atraque en Venecia llama a Rosa, aquella compañera de primeros augurios, un reencuentro de góndola, comprobarás si aquel pasado con promesas de futuro vuelve a quedarse en presente, cuestión de conjugar a tiempo los tiempos.
   Por lo pronto, se acerca el tiempo de la noche de gala. Futuro inmediato. Voy al camarote, visto el traje tan caro al tacto de Cristina y acudo a la cena.
   A la entrada del comedor me ofrecen una copa de espumoso para aliviar la espera. Hay cola, una cola de galas de boda. Primer presente que afronto, de unos veinte minutos de duración. Suficiente para despabilar mi contumaz propensión analítico-deconstructiva. Ingleses cortados por el mismo smoking; aunque alguno se desmarca con camisa negra y pajarita negra -¡glamour, cuántas horteradas se cometen en tu nombre!-. Dudo si incluir en este grupo a un escocés con smoking de cintura para arriba y falda plisada a cuadros, de gala por supuesto, para abajo, calcetines blancos y demás. Y los americanos mimetizados con los ingleses; los del norte, quiero decir. Los del sur vestían parecido, pero estos participan desde el otro lado, desde el personal de servicio. La homogeneidad no alcanza al resto: franceses de traje normal y pajarita, algún que otro italiano ataviado estilo ópera, y mayor diversidad aún entre los españoles, unos con chaqueta veraniega y corbata, otros con el traje de los domingos, otros con el del viernes santo y otros con el que estrenaron en la última boda a la fueron invitados (mi caso). En cuanto a las mujeres, pasarela diversísima, desde la minifalda tubular con lentejuelas, hasta los máximos largos y anchos o ceñidos, pasando por escotes apocados, gallardos, insolentes o coléricos.
   Cuando al fin me llegó el turno, decliné preferencias de hablantes para compartir mesa. Me alojaron en una para seis comensales; aunque, por el momento, sólo ocupada por un señor que rondaría los setenta, francés, de rasgos genuinamente argelinos. Entabló conversación enseguida -lo digo en singular porque apenas me dejó hueco-. En un español algo seseante, que si las bondades de este crucero de lujo -y recalcaba lo de lujo-, que si tenía razones bien fundadas por otros cruceros disfrutados, que si era ejecutivo de una multinacional de chapas o algo así. Por este charloteo andábamos cuando se incorporaron a la mesa, casi simultáneamente, un matrimonio inglés de en torno a los cuarenta y una pareja joven de un pueblo de La Mancha que no recuerdo -allá por principios del XVII hubo quien no quiso recordarlo; pero yo, aunque quisiera-. Momento en que el francés, que era trilingüe, o más, me dejó en la reserva y se dedicó a los ingleses. En vista de lo cual, dediqué mis cortesías a los manchegos, escasas, porque venían en arrobos y acaramelamientos. Y porque el francés se había enfrascado pronto con los ingleses en guerras napoleónicas y me traducía para reclamar mi connivencia con sus presupuestos histórico-políticos -cuestión de política y alianzas internacionales, inferí-. Y el inglés, que dudaba, con razón, de lo que me transmitía el francés, se encaraba conmigo con expresión arrebatada, que no entendía, ya que mis conocimientos de su idioma sólo alcanzaban el nivel de comprensión slowly. Así que yo, en plan diplomático, me debatía entre una sonrisa al francés y un slowly, please al inglés. Hasta que, tomado el postre -muy rico por cierto, dos bolas de helado, nata y fresa-, me liberé pretextando prisas por asistir al espectáculo del teatro.
   En realidad, lo del teatro sólo me interesaba por si alguna novedad justificaba el marchamo de noche de gala. Porque la cena en nada había variado de lo habitual. Y sí, alguna diferencia advertí. Como que a la entrada del teatro se encontraba el capitán fotografiándose con cuanto crucerista quisiera -el fotógrafo era empleado de la empresa, entiéndase la disposición crematística-. Y dentro, que el showman desplegaba adjetivos sin fin hacia las señas de este hito del crucero, la noche de gala, y aprovechaba para recordar que después habría fiesta discotequera -como casi todas las noches, por otra parte- en la piscina central, si bien, hoy con actuaciones del ballet de plantilla y concursos de baile en los que participarían miembros de la tripulación emparejados con cruceristas voluntarios (en realidad, preseleccionados por los ojeadores de la empresa, según supe después). Por lo demás, el espectáculo del teatro como tal, tipo musical con alguna variante respecto del de hace tres noches. “De modo que -deduje- lo de la gala se refería únicamente a la forma de vestir para cenar, ¿o para fotografiarse con el capitán?
   Me dirigí a la piscina-discoteca, presumía acudir al encuentro de mi particular noche de gala, de una metáfora a otra, misma expresión para contenido tan diferente. Derechito a la cubierta de arriba, al bar de fumadores. Un gintónic y un velador desde el que dominaba, cual espectador en platea central, el espectro de cruceristas en fervor, ritmos de bafles megavatios. Salsa, mucha salsa, para todas las edades. Los jóvenes en su salsa, los mayores chapoteando en la salsa de los jóvenes, quien intentando emular el onduleo de los bailarines profesionales, quien pidiéndoles compartir una foto. “Fiesta interactiva” la había calificado el showman.
   Al poco tiempo la música se interrumpió y una voz de barítono de discoteca anunciaba el primer concurso “de reggaetoooon”. Enseguida supe que Cristina no tardaría en llegar a mi lado. No hay que ser un lince. Había saltado a la pista para concursar una de las parejas con que visité Mónaco. Seguí la dirección de donde habían salido y desde allí los animaban un grupo a palma batiente, entre ellos el marido de Cristina, pero ella no estaba. Pleno, no habrían pasado dos minutos de cronómetro.
   - Hola. Sabía donde encontrarte -me dijo con el mismo convencimiento con que yo había previsto su llegada.
   Vestía una especie de túnica romana en tono beige, vaporosa, un hombro desnudo. El izquierdo. No, el derecho. Bueno, no sé, para el tiempo que la lució mientras estuvo conmigo. Sigo. Llegaba hasta los tobillos; de ahí para abajo, unas sandalias plateadas de tacón vertiginoso.
   Fue a la barra, pidió un cóctel de ron con zumo de frambuesas, piña y rodaja de naranja. Lo sé porque me lo dijo ella, tan listo no soy.
   Se sentó a mi lado, muy a mi lado. Sus ojos, mis ojos, el cruce, un diálogo de endogamia lujuriosa bilateral. Es que en estos lances la vena culta no la controlo. Claro que ella, parece que tampoco. Porque bebía tan sensual de la pajita, como quien degusta preámbulos, que, señalando a su copa, va y me dice:
   - Esto es sólo para empezar.
   - ¿Qué, el cóctel?
   - No, la pajita.
   Por poco le espurreo el trago de gintonic en su vestido de patricia romana. Pero ella:
   - Como me lo manches, antes me lo quito. No voy a ir por el barco con lamparones en el vestido.
   Respondí al reto mordiendo levemente en el hombro desnudo. Luego permanecimos en esa mística y mixtura de los anhelos previos donde se rumía el tiempo y el escenario de la pasión. Bebíamos, fumábamos, miradas recíprocas, a veces también reflexivas, y algunas como distraídas hacia el jaleo de allí abajo.
   Hasta que el arpa cedió el testigo al clarín. Me levanté, pagué, volví a ella y propuse subir hasta el extremo de proa en la cubierta más alta.
   Enlazados en caricias hasta el ángulo de la baranda central donde el beso apremia e inflama el alma de los sentidos. Un reflejo de suspiros, pausa hacia el entorno, mirada en derredor pero sin desprender el abrazo. Hamacas apiladas en montones simétricos, durmientes hasta el alba, para ocupar de nuevo la cubierta y transformarla en solárium. Tres, cuatro parejas de sombras ensimismadas y huidizas, al conjuro de la oscuridad, desperdigadas por babor y estribor. Y el instante vuelve, la noche, el arrullo de la soledad, manos lúbricas, la proa hendiendo un haz de olas plateadas, lunárium.
   En pleno delirio Cristina atempera sus besos, dulcifica sus manos en mis hombros, los suaviza hacia atrás, y me aventuro a interpretar en do sostenido:
   - Ahora sí que comienza la auténtica noche de gala.
   - Todavía no. Espera -voz de ensalmo.
   Cedo espacio virulento. Engarza mis ojos en los suyos, encorva el cuerpo, baja las manos hasta el borde del vestido y suben por el interior hasta la cintura, sin recrearse, sin detenerse, no es gesto sensual sino apresurado, aunque inútil para velar destellos de luna en sus muslos, fugaces, porque enseguida sus manos se deslizan hacia abajo y liberan el tanga, un tanga ¿nacarado? (¿debo añadir minúsculo?, ¿aportaría más información?). Exhibe la prenda un momento, cual laurel otorgado, un momento. Y acto seguido, sus manos en mi corbata, deshace el nudo con destreza de segundos, tira suavemente de una punta y va enhebrando con ella el tanga, termina, abre los brazos y me muestra el resultado, una franja tosca de seda y algodón. Mis párpados, enardecidos, preguntan. Hay respuesta, claro que la hay, se vuelve al vértice de la baranda con su talismán y lo ata, ata, ata -nudo marinero, claro-. Inmediatamente un beso, resplandor, me toma de la mano e inicia un paso de cisne:
   - Ahí quedan. Vamos ya a tu camarote. No olvides que soy como Cenicienta versión promiscua.
   Reaccioné con trance pasión. Pero en el atropello de la premura aún me permití un reojo a la metáfora, el vínculo sexual que dejábamos allí para alguna posteridad. Flash de la memoria, el famoso puente de los candados de amor. Comparé con la iniciativa de Cristina. ¿No sería precursora de un ramal hiperrealista? Imaginé cruceros y cruceros con sus barandas de proa atestadas de ataduras semejantes, símbolos de… Me faltó concretar, habíamos llegado al camarote.
   Al final, terminé el día como lo había empezado, desnudo en la terraza del camarote. Sólo que…, pues eso.

miércoles, 30 de abril de 2014

BITÁCORA DE ESTÍO (10)

DÍA DE NAVEGACIÓN Y…


   Repiquetea la alarma del móvil: azulea el alba por el horizonte. Espabilo los ojos y apresuro el cuerpo y los sentidos hacia el balcón del camarote, sin conciencia de pudor, desnudo. De pie, ante la inmensidad de un oleaje esmeralda y rumboso, estiro los miembros, músculos y articulaciones en escorzo sensual. Y tengo que reprimir un ululeo a lo tarzán. Distensión, me siento en la butaca, absorto en esa media naranja alimonada que allá en la lejanía imprecisa emerge mayestática del mar cual numen enigmático. El mundo es un murmullo inútil y la existencia un manjar, el deleite, una inmensa cúpula de silencios provisores, amorosos, sutiles, tornasolados, vivificantes, melancólicos, afables, mansos, fragantes, voluptuosos, gentiles, sinfónicos, cuasiselváticos, periparadisíacos, ambiladinos, esternocleidobarbitúricos… Hasta que unos nudillos discretos llaman a la puerta del camarote y de la vida. Todavía un momento, retener la sensación, pero los nudillos se vuelven insolentes. Me levanto, desperezo el cuerpo y la realidad, ¡pero, coño, si estoy desnudo! Y me pongo en lo peor, o en lo mejor, ¿Cristina ya tan temprano? ¿Y si no es ella? Por si acaso, el albornoz. Abro. Good morning, señor, su desayuno continental. Una bandeja repleta en las diestras manos atezadas del camarero de planta. No me acordaba, lo encargué anoche. Where… poner? En la terraza, por favor. Agradecimiento, “buen gusto” (que aproveche, pretende decir), good-bye y tal. Me instalo ante el desayuno intentando retomar el ejercicio espiritual que antes me embargaba, incluso me despojo del albornoz. Pero ya no es lo mismo, los ojos no consiguen levantar el vuelo por encima de los huevos revueltos y compañía. En verdad, el hambre no mata al espíritu, pero lo condiciona tanto. Así que, entre bocado y bocado, programo un día sin salir del barco. Folleto informativo de la empresa, “Today”, ocio, entretenimientos, tiendas de a bordo, instalaciones, propuestas, sugerencias y todo eso. Después al cuarto de baño, habitual escatología completa y aseo completo. Indumentaria playera, mochililla con el kit de supervivencia (gafas de sol, tabaco, papel, boli y la entrañable seapass) y urgente visita de vasallaje al rincón del fumador.
   Lógico, tan temprano (las 8,30) sólo encuentro una pareja de edad y educación tan imprecisas como la nacionalidad. Porque les he dado los buenos días, el good morning, el bonjour, el buon giorno, el guten tag, y hasta he arriesgado un kalemera, y nada, han permanecido con la misma cara de tabique al sol. Desisto, estarán en su hora de meditación (un crucero propicia estos estados de abundancia reflexiva). O acaso sostienen un cabreo afilado y mudo. O, sin más cavilaciones, son pareja de sordomudos, por qué no. Basta. Reparto la distracción entre el mar, que ya refleja perlitas de sol, la piscina, calma, solitaria y azul, y unos seres extraños, pocos, que a estas horas hacen footing por la cubierta de arriba.
   A punto de apagar el cigarrillo, aparece Cristina, como si aguardara mi presencia agazapada en donde sea. Sola, camiseta de tirantes marinada y blanca minifalda maxicorta, andares decididos, ondulosos, blandiendo un cigarrillo y una sonrisa perversa y lasciva (ya sé que la calificación es clásica, pero es que así al pronto no acerté con otra). Se detuvo a dos centímetros de mí, o a uno. Medida que llevo calculada desde hace tiempo, según la cercanía que percibo del aliento ajeno. Algún mecanismo hay en mí que cuando…, salta el limitador. Por ejemplo, hay gente que tienen un subconsciente inconsciente de aproximación, te hablen de lo que te hablen, y tú (por lo menos yo) procuras retirarte, porque oyes bien y además escuchas, y tampoco es necesario que alguna salivilla interfiera. Pero el hábito, erre que erre. Y muchas veces no son confidencias inextricables, sino simples frasecillas intrascendentes, pongamos por caso, el pantagruélico tapeo de anoche en un bar fuera de circuito.
   Perdón, me he perdido. Sí, Cristina, el centímetro. Duró un instante (el centímetro). Miró en derredor ese instante, como para asegurarse de que la pareja de esfinges sentadas que fumaban al lado no se inmutarían. Ajustó sus pupilas a las mías, el brazo derecho a mi cuello, el izquierdo a mi cintura, sus labios entreabiertos a los míos entredispuestos. Y un torbellino de lenguas. Pulsión, pasión. Mis brazos abrazaron también sin dilación, pero sin orden, con el instinto todavía un poco desprevenido, hasta que el orgullo tocó a rebato y les dio por tomar la iniciativa, y una mano fogosa (creo que la derecha) fue a su culo y presionó hacia sí, quiero decir, hacia mí, y se cebó y se cebó, mientras que la otra prodigaba caricias de fervor y hervor -lo sagrado y lo profano-, y por arriba las bocas ensalivaban al unísono la ceremonia de la confusión. Hasta que en un interludio anheloso ella preguntó anhelante si la iba a violar allí. Y saqué pecho expresivo sin relajar la presión: pordiós, soy un caballero, no sin tu consentimiento, te violaré aquí o donde prefieras. Pausa de vértigo. Miradas tormentosas hacia el entorno sin desenredar el abrazo o lo que fuera aquella filigrana de cuerpos en trance. Los inciertos de al lado, los del footing de arriba y algún que otro mañanero de tumbonas que ya tomaba posiciones junto a la piscina y distraía reojos a nuestro espectáculo. Desconcierto y ansias. En mi camarote, apremió Cristina, audaz y salaz (no sé si por este orden), mi marido seguro que está todavía atiborrándose en el buffet. La decisión, más que morbosa, como para dispersarse en análisis de pros, contras, etc. Ascensor, botón a Cubierta 9. Entre un barullo que subía o bajaba, Cristina y yo con manos entrelazadas de testosterona y premuras, pensé: espectacular que en un crucero un marido te parta la boca. Estas cosas, ya se sabe, si no las cuentas, nunca existieron, ni para ti que las viviste. Casi corríamos por el pasillo sin soltarnos de la mano. Cuando llegamos, topamos con que estaban aseando la habitación. Vamos al mío, propuse, y tiré de su mano sin esperar respuesta. Ascensor otra vez, el barullo también, parecían los mismos de antes que seguían en el ascensor. Cubierta 11. Nueva urgencia por el pasillo. A tres metros del camarote, frenazo. En la puerta hacia guardia el carrito de la limpieza. Llegamos a paso ralentizado. Efectivamente, la puerta abierta y dentro dos empleados en sus quehaceres. Frustración, desaliento y bajada de niveles erótico-pélvicos. Todavía en un postrer intento de revival, les pregunté si terminarían pronto. Acababan de empezar. Sonrisitas y todo lo que quieras, pero acaban de empezar. Y esta gente son concienzudos, eh. Desandamos el pasillo con la libido por la moqueta. Precoito interrupto. Cristina se había quedado sin margen. Tenía que volver al encuentro del marido-buffet (qué lástima, así lo calificó). Sin remedio, nos despedimos, eso sí, con un beso que juramentaba venganza. Un día de navegación da para mucho, incluso para todo.
   Volví al rincón del fumador. Un cigarrillo. ¿Y ahora qué? Momentos de indecisión hasta que recuerdo haber echado en la mochililla el “today” de hoy (valga la redundancia bilingüe). Es mi natural caótico y previsor -previsor por caótico-. Cuando dependo de mí mismo, no queda otra, me impongo una mínima programación como flagelo. Así y todo, con frecuencia abandono la disciplina a las primeras de cambio; aunque no hacia la inactividad, sino hacia el sinfín de alternativas que tientan mi voracidad poliédrica. Claro, a veces con resultado de fenómenos adversos, una parálisis insoportable.
   Así pues, leo. Primero con interés panorámico. Y una deducción inicial: este día de navegación consiste básicamente (ea, ya se me escapó el `básicamente´, ¿cómo escapar de la rabiosa moda léxico-gramatical?) en sucumbir a los reclamos ocio-comerciales del barco. En alta mar no hay escapatoria.
   Un aviso luce con letras de relumbrón (colibrí, 24) al comienzo y al final del today: noche de gala. Noche de gala, me repito, transformando la metáfora primera (la lexicalizada del folleto) en una segunda de voltaje libidinoso. Cristina y yo exudando lujuria por los poros y las sombras disolutas de la transgresión, expuestos sólo al rumor mudo de un oleaje cómplice,… noche de gala. Escanciaremos la madrugada de la piel…
   Irrumpe un grupo de fumadores y mi poema de verso libre y libertino se desvanece. Y vuelvo al folleto. Y decido consentir con la primera propuesta, visitar tiendas.
   El ineflable today reza: “Evento de venta”. ¿Aliteración de corte literario? Pero, claro, luego añaden: “10 dólares”, continuación prosaica del anuncio que lo deja a nivel de mercadillo.
   Consiento, pero en plan observador ligeramente ecuánime. Cubierta 4. Efectivamente, una hilera de tenderetes y percheros, camisetas, sudaderas, chándales, gorras, ropa interior, cada prenda con el logotipo del crucero estratégicamente bordado o pegado o incrustado. Y cruceristas de consumo desaforado de recuerdos, mirando, sopesando, eligiendo por sí mismos o calibrando según los comentarios y las compras de otros. Un chaval se prueba una gorra y pregunta qué tal para llevarla al instituto; el padre, un chándal para el gimnasio; y ya puestos, la madre elige entre risitas un tanga donde el logotipo figura ahí. El hijo descalifica, anda, mamá, déjate de, dónde vas con eso. De pronto, sentí curiosidad malsana, quizás procaz, por conocer la decisión última. Como me encontraba al lado, fingí interés en un rebujo cercano de braguitas, mientras aventuraba una mirada furtiva inciso-erótica hacia la señora, que, a pesar de mi simulación, me la sorprendió. Y una vez descubierto, qué importaba, lo afronté. Y, vaya, ella también. Un fugaz intercambio mudo de mensajes: te quedará excitante (uno), verdad que sí (otra). Como luego advirtió que el marido bizqueaba con pupilas agudas, no necesitó más, sacó del bolso la seapass con decisión impúdica. De lo que no se enteró fue del comentario que me hice a renglón seguido: si Cristina se me desnuda con eso puesto, la mando con el logotipo a otra parte, ¡qué cosa más friki!
   Después, a sugerencia del today subí a la Cubierta 5: “En la Boutique C descubra los hermosos huevos de Fabergé”. Lo reconozco, me llevó allí mi adicción al ecosistema sexual, amén de las carencias que arrastro en cultura suntuaria o suntuosa de clase. Aunque, en realidad, cada vez que patino en algo de esto siempre lo achaco a la mentalidad pequeñoburguesa de los demás, una justificación que aún desconozco de qué me salva. Es mi recurso. En resumidas cuentas, llegué a la tal Boutique C con el ánimo cartilaginoso de evaluar los huevos de un famoso de nombre Fabergé expuestos a la consideración (tamaño, dimensión, turgencia, hinchazón, carga hacia la izquierda o a la derecha) de los visitantes, como quien va al circo a verificar la autenticidad de la mujer barbuda. Bueno, también pensé que podría tratarse de una estatua, de un desnudo de algún adonis de la época clásica (como navegábamos por el Mediterráneo). Pues no. Un cartel en la entrada ya me situaba en sospecha de error: “…colección de San Petesburgo disponibles hoy a bordo de nuestro barco”. Entré. Vitrinas, adosadas o exentas, luces cálidas en su interior alumbrando huevos de oro en posición Colón con incrustaciones de brillantes. Huevos fulgentes, fúlgidos, henchidos, esotéricos, humillantes, achatados o estilizados, embarazados o aflautados, enhiestos todos, a media docena por vitrina. El crucerismo visitante, escaso, se dividía entre el de pose selecta, entendido y visa oro, y el de rostro fascinado a secas. El mío era simplemente analítico, en lo económico siempre he transitado por sueños rampantes.
   Me retiré pronto. Aquello tampoco ofrecía mucha savia para mi áspid crítico, huevos aderezados para luminaria de mueble auxiliar en saloncitos y paisanaje acariciando o acallando las vibraciones de la seapass en el bolsillo. Si acaso, la comparativa que un señor, en pulido castellano, gafas de presbicia colgando de cordoncillo, polo de marca que marca y de ahí para abajo por el estilo, la comparativa, digo, que doctoraba entre el huevo derecho de una vitrina y el izquierdo de la siguiente. Allí, situado en el centro del medio metro que mediaba entre una y otra, cuello para un lado, cuello para el otro, los ojos de avezado espeleólogo, la comparativa, digo, entre las potencias auríferas de uno y otro en función de los haces de luz y destellos según el ángulo con que lo enfoca la iluminación intravitrinal -así lo llamó, eh-, entre la carga reflectante de los brillantes de los huevos, de cada uno, proporcional al número de estas piedrecitas, comparativa, digo, entre la huella dejada por los orfebres de cada uno de sus huevos, comparativa, digo, de todos tales extremos entre los precios que un huevo y otro exhibían de forma vergonzante en sus correspondientes peanas, comparativa, digo, con que enardecía a su pareja, esposa, compañera o amante, o tres en la misma, que exasperada hasta los ovarios, con perdón, le urgía a que decidiera la compra de uno de los dos, cualquiera la haría feliz, aunque bien podría prescindir de la dichosa comparativa, si tanto lo confundía, y mejor los dos, ¿no?
   Justo ahí me retiré. Prefería dejar el final abierto, lo contrario me daba repelús.
   Me dirigí al salón-buffet para el tentempié de media mañana. Al pronto me sorprendió el gentío que trasegaba por él. Parecía el almuerzo en hora punta. Ah, no lo recordaba, día de navegación, no hay salidas de excursiones. Embarcado el pasaje al completo, comer supone un divertimento más para el crucerismo, además de una amortización del capital invertido, el servicio de comedor permanente va incluido en el contrato. Un bandejeo lentorro y curiosón, gama de edades y atuendos, pastorea o se arracima o tristrarea o piscolabea, y escoge o repone o amontona o equilibrea, a pasos cortos o detenidos o desganados o atentos o caderados, y avizora la mesa libre y se lanza a ella cual tierra prometida. Me agobia tanto hervidero para intuir o descubrir gustos y sabores. Me proveo de algo de bollería y un café solo con mucha agua -argucias de la máquina expendedora- una frugalidad con la simple pretensión de aplacar jugos gástricos. Encuentro hueco en una mesa donde dos señoras y un señor de edades provectas, mucho más provectas que la mía, atiborran los carrillos de algo con carne, creo. Engullen casi por turnos, dando la tregua mínima para comentar algo, en alemán. Por lo cual, me considero exento de departir. Termino, ensayo una sonrisa de cortesía a modo de despedida, me pertrecho de un nuevo café solo con mucha agua y salgo hacia el rincón del fumador, al fin, para respirar aire puro. Aunque allí vuelvo a notar los efectos de todos sin salir del barco. Contamos más cruceristas fumadores de lo que parece. El acceso a un cenicero me costó lo mío.
   Después nueva consulta al today y elección: “El arte del vidrio soplado”, Cubierta 15. Allá que fui. Sesiones de una media hora de duración, acceso libre e intermitente; es decir, que podías incorporarte en mitad de la sesión, por ejemplo, y continuar en la siguiente, o abandonar cuando te parezca. Como esas proyecciones que presencias en algunos museos o en centros comerciales, pues así. En este caso, esperé a una nueva sesión. Lo de in media res sólo me gusta en las novelas (y no en todas); pero, para lo demás, prefiero el comienzo natural. Y además, había reconocido a Cristina entre los asistentes de la sesión en curso. A Cristina, a su marido y al resto de sus asiduos. Prudencia, prudencia, me recomendaba algún duendecillo moralista.
   Fin de la sesión. La mayoría se levanta, la salida es por el lado contrario. Mientras, vamos entrando los que esperábamos y ocupamos los asientos vacíos, unas banquetas corridas frente a una especie de habitación abierta con dos hornos industriales al fondo y otros tantos bancos de trabajo delante, unas cajas grandotas y soportes de los que cuelga instrumental de hierro de varios tamaños y diseños. Un chico y una chica provistos de delantal y manoplas para altas temperaturas reinician la enésima sesión: trozo de cristal macizo en punta de lanza entra en un horno, al cabo sale incandescente, otro artilugio le insufla aire, baño de agua, manipulación, recorte con tijeras especiales hasta adquirir forma extravagante, paso al otro horno, nueva rojez. Mientras, otra chica va explicando el proceso a la audiencia. Y dos manos llegan desde mis espaldas y me tapan los ojos, y una voz me musita al oído: derretirse, yo no necesito tantos grados como el vidrio. Incombustible, inconfundible. Tomo las manos sobrevenidas con las mías sin volverme, y las guío a mis labios. Doy todo el calor a los besos. Y su voz, melosa junto al lóbulo de mi oreja: al salir he mirado para atrás y te he visto, les he dicho que, como habíamos llegado tarde, quería ver el comienzo, con mi amiga y cómplice. Enfrente, el vidrio hierve. Pocos minutos después me vuelvo hacia Cristina. Me estampa un beso desatado y urgente en el límite de la audacia, e inmediatamente se levanta, coge de la mano a su amiga y se van, con las clásicas risillas y miradas traviesas. Me quedo sin iniciativa y con el vidrio soplado, como el entendimiento. Pero, así y todo, aguanto hasta el final de la sesión.
   Luego paseo sin rumbo entre cubiertas. El tránsito de cruceristas por pasarelas, pasillos y ascensores es constante, casi agotador. Si te sientas y permaneces en el mismo lugar, pongamos, media hora, pueden pasar por allí unas doscientas personas, de las cuales, veinticinco por lo menos son las mismas (ida, vuelta, reída y revuelta), en los más diversos atuendos y con distintos utensilios, aunque principalmente son vasos, copas, copones y botellas. Añádase un incesante trajín de camareros y personal auxiliar de las piscinas (toalleros, limpiadores, reponedores de algo, etc.) con una estampa representativa de todas las razas.
   Sin embargo, el casino a estas horas, soledad verde de tapetes en reposo, alterada por algún que otro entrechocar metálico que llega del pasillo de las máquinas tragaperras. Me asomo al paso, dos o tres personas de edades frustradas, rostro trabado en el titilar cantarino de la fortuna y dedos picoteando botones. Sigo hacia una exposición de cuadros en venta, que vadeo desdeñoso, indiferente, no sé. Miro la fecha de uno, 2007, y me alejo preguntándome cuántos cruceros llevarán estos cuadros a sus espaldas.
   Una cerveza en la Cubierta 14, por encima de la piscina. Barra de bar con terraza extensión del rincón del fumador. Aquí también se permite. Sentado en un taburete de la barra entretengo la distancia en las largas filas de tumbonas atestadas de cruceristas, cadencias de cuerpos en piel, gama de tonos, escala de dedicación, leen o charlan de una tumbona a otra o extasian los párpados cerrados a los rayos solares, y por pasillos, idas y venidas desparramadas. En la segunda cerveza llega Cristina. Viene sola en su biquini y con esa sonrisa confidencial que se gasta. Y se explica:
   - Lo sabía. Bueno, suponía que estabas aquí. Le he dicho que venía a tomarme una cerveza con un cigarro. Como él no fuma. Te voy a invitar.
   Se acoda en la barra, ondulación de caderas mientras sus ojos observan el culebreo de mis miradas y la caricia de mis silencios. Confirmado el efecto, pide dos cervezas al camarero y vuelve a mí, se acerca, sobrepasa el perímetro de seguridad, centímetro a centímetro, a la vez que bisbisea:
   - Vengo del aquaspá. Aromaterapia de algas. La publicidad del today tiene razón, en parte. Dice que te calienta el espíritu interior, y es verdad, pero el es-pí-ri-tu exterior, por lo menos a mí… ¿Quieres comprobarlo?
   No esperó respuesta. Me tomó una mano para dar fe y la acercó al espíritu de su epidermis. La mano, la mía, que en un principio accedía pasiva, o medio medio, al calor del calor de la aromaterapia que percibía, poco a poco fue liberándose de escrúpulos medioambientales y adoptando un rol activo, cada vez más activo y desinhibido, hasta la tijeretada del camarero con las dos cervezas.
   “Bamboleo, bambolea…”, cantaba abajo en la cubierta de la piscina un latincountry por cuenta ajena.
   Nada es comparable y quizás todo mensurable, pero aventurarse en las circunstancias de cada cual y cadas cuales, establecer parámetros, coordenadas, isobaras, cuasiconjunciones o por ahí, una quimera, otra más. Nos empeñamos en que, del sol abajo -y arriba- , la humanidad discurre por cauces de la misma partícula de dios, número limitado de arquetipos y meandros fruto del big-bang. Y sin embargo, cómo atreverse a integrar en tan fascinante dimensión el universo emocional de dos personas -un hombre y una mujer en este caso (sálvese el orden de prelación)- que comparten la bebida de una cerveza, cada uno la suya por supuesto. Habrá que releer a Epicuro.
   Después Cristina acudió a sus rutinas y yo a almorzar.

domingo, 9 de marzo de 2014

BITÁCORA DE ESTÍO (9)

POMPEYA Y NÁPOLES, UN PACK DISPAR


   Esta excursión sí la encargué a aquella comercial dicharachera de la agencia de viajes. En realidad, sólo me interesaba Nápoles, pero integraba un pack indivisible con Pompeya. No me quedó otra que contratar el lote. La alternativa, aventurarme en Nápoles por mi cuenta y riesgo, se me antojaba eso, un riesgo. Lo mío no es andarme con menosprecios de informaciones inquietantes. Mito o realidad, a saber; pero para sorpresas, bastantes me deparaba ya Cristina y su erotomanía.
   No, no, ella y su grupo habían contratado con otra compañía. Pintaba, pues, un día de turista reposado, cultural y célibe.
   El barco atracó a las mismas puertas del salón de Nápoles. El casco histórico de la ciudad, a pie de crucero. Peculiaridad que apenas aprecias a la llegada. Porque, tras pasar los controles de rigor -aunque aquí lo de rigor se agota en la pura expresión- la chica-guía aguarda con rostro de premura al grupo, signa en su lista tu presencia y te traslada a golpe de megáfono al autobús con la advertencia tradicional: “hay mucho que ver en poco tiempo”. Qué emoción, me digo, con lo que me fastidian estas velocidades.
   Pues sí, al poco bajamos del autobús a las puertas mismas de Pompeya, en una explanada de dimensiones tales para la recepción de masas y masas de turistas. Bares y restaurantes por doquier. Unos minutos de resuello y enseguida reparto de auriculares. Los recibí casi por deferencia con la guía. En general soy poco receptivo al relato de estas personas, y menos tratándose de restos arqueológicos. Las explicaciones sobre plano nunca me han convencido. De modo similar a cuando en la inmobiliaria te indican: aquí, en este cuadrante, la cocina, la encimera aquí, el frigorífico allí… se lo puede imaginar, va a quedar preciosa. No respondo, pero no, no me lo imagino. Pues con la arqueología me pasa lo mismo: mucha piedra, mucha piedra, mucha historia de la piedra, que si en torno a ella, que si sobre ella, que si por ella, pero a mí sólo me llega la piedra aquí y ahora.
   Aunque, como tampoco suelo empecinarme en el rechazo, adopté el papel de turista furibundo, me embutí la gorrilla antisol y, cámara en ristre, me integré en el pelotón encabezado por el paraguas rojo de la guía.
   Para estos casos, la cámara es mi asidero, mi escudo, mi drenaje de adrenalina. Seré muy raro, vale, pero cuando verdaderamente me atrae una fachada, una catedral, un cuadro, ni se me ocurre usar la cámara, me subyuga su degustación serena, analítica, sensual, epicúrea, parasintética, fiduciaria, transgresora, erizada, incapaz o insolente. Pero de cámara, nada. Para imágenes ya tenemos Internet maxisupersaturada. De profesionales, de aficionados, de hedonistas y hasta de onanistas (culturalmente hablando, se entiende).
   Quede claro, pues, para mí la cámara sólo sirve como paracetamol y descongestivo.
   De efecto inmediato. He aquí los restos de la antigua muralla, un aglomerado de ceniza y cal, clic. Esta calle, como las demás, de firme con grandes piedras calvas, para carruajes de gran tonelaje, clic. Recinto semicircular acotado por murallas asimétricamente derruidas y columnas que sólo sujetan nada, más un graderío decrépito, conjunto homologado como teatro, clic. Al lado otro supuesto teatro; de mayor aforo, eso sí, y ligeramente mejor conservado y en parte restaurado, clic, clic. “Los antepasados de las actuales salas multicines”, pienso. Seguimos. El objetivo de la cámara sibaritea -será el calor- y dispara a una piedra que le sale al paso en forma de bicho raro y amazacotado, ideal como soporte de macetero urbano. Sin descanso, se revuelve y apunta hacia la umbría de un arco apuntado acosado por una maleza salvaje y verdosa, útil para cobijo y reposo de turistas necesitados de tregua. Luego se toma un respiro, hasta que harto de callejear por ásperos empedrados, siempre en pos del paraguas rojo, se fija en un ¿mastín? Negrísimo, que observa desganado el deambular de tanto turista sudoroso y apandillado. Alguno se permite bromear o cariñear con él, pero el perro ladra. Efectivamente es real y actual. Aunque parece renuente a abandonar su papel de figurante, clic. A su lado, casa reconstruida, con restos de la época aunque respetando su naturaleza originaria –siempre la misma apostilla-. Una casa de ricos. Primero, el jardín interior (es un decir, césped malcriado y algunos matojos irregularmente distribuidos, para simular que aquello apenas se ha retocado, supongo), enmarcado en pasaje de columnata con techos de madera y tejado a dos aguas, clic, clic. Luego, un habitáculo con pinturas rojizas saturadas de humedad, indescifrables, por mucho que la guía se empeñe en explicarlas, clic. Otro, ¿el salón?, con más pinturas de rubor desvaído, arriba una bovedilla con bajorrelieves decorativos, y abajo urna de cristal con un cuerpo humano tumbado medio en escorzo, carbonizado por la famosa lava vesubiana de la catástrofe, pero conservado al quedar enterrado en roca volcánica. Así lo asegura la guía, aunque a mí… la cámara le dispara escéptica y sigue. Salimos y volvemos a recorrer calles y más calles de liso pedregal a prueba de carruajes de aquel entonces. La derruida Pompeya, industriosa y cosmopolita, soportaba un tráfico rodado intenso, corrobora la chica del paraguas rojo. Nos detiene ante los restos de otra casa: un par de muros laterales y otro central con hornacinas de dimensiones diversas -la casa de un pobre, supongo, lo del fondo debía de ser la cocina-, clic. Aquí no hay urnas con muertos (claro, de los pobres, ya se sabe, ni rastro). Las había un poco más allá, parecía una casa museo: una especie de galería con la macabra exposición de estos muertos, todos tumbados pero con distinto lenguaje gestual, tal y como los pilló la lava -aclara la guía-, clic, clic, clic. Y no muy lejos, en una especie de almacén, un amplio y abigarrado muestrario de vasijas de distintos tamaños, enteras, cuarteadas, descabezadas o reconstruidas pieza a pieza, más pequeños amasijos de trozos sueltos a la espera del manitas y el presupuesto para la recomposición, clic, clic. ¡Qué interesante todo!, me digo, ¡y qué bello!
   El recorrido culminaría en el prostíbulo. Me refiero al de la Pompeya de cuando el Vesubio era un volcán trémulo, y antes de que este terretemblara. Según la guía, es importante, porque se conservan en él algunos frescos (no cabe añadir lo de “y frescas”, se refería al tipo de pinturas).
   Al llegar, topamos con una aglomeración bullanguera de comentarios alusivos entre risitas o risotadas. Grupos y grupos de la más variada nacionalidad que confluían al calor de la cultura sexual pompeyana. Nada de curioseo, eh, el móvil es la cultura.
   Por fin, nuestro turno. Pues sí, cabía presumir que aquellos dos habitáculos contiguos, más bien estrechos, hubieran albergado en su día, o sea, en su siglo, una casa de lenocinio. Tal sugerían los motivos pictóricos que exhibían sus paredes, impúdicamente. Pinturas rojizas, como todas las de antes, pero más subiditas de tono en el color, en nitidez y en postureo, desnudez y apareamientos explícitos. Mutatis mutandis, nada que envidiar al porno actual (cuestión de imaginación).
   Fin de la visita guiada a la ciudad en ruinas, y tiempo libre hasta la hora de regreso a la ciudad viva, anuncia la guía. Aunque, señala una dirección con el paraguas y recomienda rendir pleitesía a no sé quién -no pillé si hablaba de dios o emperador- y al foro.
   Allá que fui; por inercia, creo. O a lo mejor con ánimo de purificar el desdén cultural que me había embargado todo el recorrido. Llegué a un solar de palacio o templo -… como no había prestado atención-, la cámara parece que se animó un poco y disparó varios clic: gruesos muros pardos descascarillados, tullidos, pero ennoblecidos por columnas hieráticas e inmunes. Y luego al foro: una explanada agostada, incierta, silente y melancólica, enmarcada a trechos por columnas atezadas y esbeltas, clic, clic, que, desde su pátina de orgullo y nostalgia, clic, clic, contemplan absortas a tanto mirón deshidratado, tanta dialéctica de culturetas y tantos ángulos fotográficos.
   Miro en derredor, panorámica multicolor de enjambres de turistas; miro hacia arriba, el Vesubio, mole todopoderosa negra y ajena, madre desactivada de la historia y las leyendas que animan las almas y el negocio turístico. Y hago mutis… por el foro.
   En un bar de la explanada magna me atiende un camarero curtido en edad y turistas.
   - Café expresso.
   - Ah, ¿españolo?
   - Yes, café expresso, please.
   - Okey, enseguida.
   Lo trae. Me lo bebo y pregunto:
   - How much?, please -y recalco el please.
   - Dos euros, señore.
   Nada, que no hay forma de engañarlo.
   Le pago y me despido:
   - Arrivederci, siñore -empleo todo el acento italiano de que soy capaz.
   - Adiós, guapo. ¡Hala, Madrid!
   No respondo, no lo miro ni con sorpresa. Me voy destrozado, me ha descifrado hasta el alma merengue.
   De vuelta a Nápoles para la segunda parte de la visita guiada. Llegamos a la una. Antes de bajar del autobús la guía anunció una sospechosa declaración de intenciones:
   - Mis servicios terminan a las dos -miró el reloj ante todos como para comprobar el tiempo disponible, consabida expresión de hacerse de nuevas y de frustración más que ensayada-. Oh, sólo contamos con una hora. Pero nos dará para lo más importante, por supuesto, sobre todo si vamos un poco rápido. Luego podrán continuar por su cuenta, claro, hasta su hora de embarque.
   Bajó del autobús, enarboló el paraguas rojo y venid pollitos detrás de mí, sin opción a réplica. El grupo aún no se había sobrepuesto del paseíto por Pompeya, la seguimos sin otro ánimo que consumir el dinero ya abonado, como quien come sin ganas.
   No paró hasta la Piazza del Plebiscito, y en un lateral aguardó con pose paciente, mientras miraba ostensiblemente el reloj, a que en torno a ella se arracimara el reguero derrengado que la seguíamos.
   Recompuesto el grueso del grupo, desplegó sus saberes sobre la historia de aquella belleza arquitectónica y urbanística. Del valor artístico, pasó de puntillas. Allá al fondo la basílica de San Francisco de Paula con columnata de estilo dórico y pronao monumental, y dos escoltas de rango, las esculturas ecuestres de un tal Fernando I y el Carlos III que conocemos en España. Impidió que apreciáramos de cerca semejantes muestras artísticas. No sería su fuerte; porque enseguida se enfrascó en un gazpacho entre Nápoles y el reino de Aragón a lo largo de la Historia por donde nunca aparecía España como tal. España, los Reyes Católicos o que Carlos III, nacido de italiana, llegara a ser rey de España no figuraban en su guión. De sus palabras sólo salía Aragón o, en su defecto, los aragoneses, como virreyes, como ejércitos o como personajes al servicio de aquel reino. Pero de España, ni mu.
   Así pues, mientras el pinganillo persistía en su rollo aragonés, puse la cámara de fotos a trabajar, clic, clic, clic. Me atraía mucho más la excelente impresión que me estaba causando la plaza.
   Luego nos trasladó a la otra esquina, con vistas al puerto, para relatar no sé qué de un palacio menor. Pero mi cámara, renuente, se volvía hacia la inmensidad de la plaza y, en su afán cazador, activaba el zoom, la emoción de los detalles y las lejanías escatimadas a la visión normal, como un castillo rotundo y pardo en lo alto de una colina (sólo conservo la referencia de su imagen).
   Unos veinte minutos después, calculo, desandábamos hacia el punto inicial y al paso señalaba a la derecha el Palacio Real. Una fachada impresionante de intención neoclásica combinando los tonos pálidos de gris y rosa con estatuas engastadas de reyes emperadores y toda esta vasca, clic, clic, zoom, clic. Pero la chica del paraguas rojo a lo suyo, reescribiendo la impronta aragonesa.
   A continuación, el paso imprescindible para cualquier turista que se precie por el señero Café Gambrinus. Anécdotas sobre visitantes ilustres, Berlusconi -el primero-, Hemingway, Clinton y, supongo, algún aragonés de pro –no estuve muy pendiente-, y alguna alusión a sus especialidades en café. Pero, de las expresiones artísticas que alberga y de los afamados pintores, músicos, escritores e intelectuales que lo han visitado, pues eso, faltaba menos de media hora para concluir el programa contratado.
   El paraguas rojo, cual pendón, enfila Via Toledo. Nombre español, pero como adolecería de ascendencia aragonesa, la guía enfatiza en actual: calle donde venden los más rutilantes diseñadores, por si el personal es de posibles, de alimentar fantasías o de envidias tomar. Aunque, en realidad, no da tiempo para cualquiera de los tres entretenimientos. Un par de fotos a escaparates de pasarela y desembocamos en la Galleria Umberto I, espacio comercial construido a fines del XIX. Su atractivo reside seguramente en una estética de la emoción o de la melancolía, sensual pero con sugerencias eruditas y culturales. Combina y engarza arquitectura, escultura y pintura para conseguir una atmósfera diáfana, cautivadora y plácida.
   Ya el mismo pórtico de entrada, la imponente majestad de sus columnas, me sedujo. Desconecté el pinganillo, sus historias y leyendas urbanas. Consulté con la cámara de fotos y por toda respuesta comenzó a cliquear. Un visor encandilado y voraz para la confluencia de un crucero octogonal irradiado por una cúpula de vidrio y hierro, dos pisos de ventanas, sus arcos, dinteles y capiteles, las estatuas alusivas a las cuatro estaciones, a los mitos, a los dioses, a los continentes, a las ciencias y los descubrimientos, y los mosaicos del pavimento con los signos del zodiaco.
   Estaba la cámara cebándose en el mejor ángulo de Piscis cuando advertí que el grupo se dirigía hacia la salida. Activé el pinganillo, y sí, nos íbamos.
   Camino del puerto, última parada, Castel Nuovo. El grupo, exhausto y diezmado, le dedicó una atención menor. Añádase que la guía nos situó muy distanciados de las almenas y retomó la paliza del dominio aragonés en Nápoles (aunque en este caso parece que manejaba fechas y datos cercanos a la historiografía). Se ve que no había repasado el manual de historia del arte. Una bella estampa de gallardos torreones de roca volcánica, clic, clic, y arco del triunfo central, clic, con relieves escultóricos renacentistas en mármol lamido por el paso de los siglos, zoom y clic, clic. Y comprobarán que nos encontramos al lado del puerto, están a cinco minutos de su barco, muy agradecida por su atención, hasta una próxima ocasión, despedida y cierre.
   Al fin libre, me dije. Libre y estafado, me apostillé.

jueves, 30 de enero de 2014

BITÁCORA DE ESTÍO (8)

LIVORNO, CIVITAVECCHIA Y UN ANILLO DE JADE

   Livorno era una ciudad de la Toscana cerrada por domingo en el corazón de agosto.
   Hacia mediodía había tomado el autobús-lanzadera desde el puerto. Con la intención de aventar el recuerdo humeante de la pasada noche, quizás, o de afrontarlo con esa analítica abisal en que acostumbro a sumergirme sin remedio.
   La otra opción, madrugar para la excursión a Florencia y Pisa. Pero creía grotesco dedicar seis o siete horas a dos ciudades tan cargadas de arte y cultura, un pack mezquino y ridículo. Y lo peor, habría vuelto a coincidir con Cristina. Ella sí que destilaba perfil de crucerista depredador de excursiones -y algún rasgo más del tópico-. Así que me levanté tarde para evitar tentaciones.
   En el autobús, sin embargo, mis propósitos de retiro marraban. Una pareja en el otro extremo reclamaba mi atención con manos limpiacristales. Había compartido con ellos mesa y mantel en la pasada cena de semigala. Les correspondí con sonrisa de reconocimiento pero sin acortar la distancia. Curioso matrimonio este, llevaba ella cuatro días con retraso de regla, y ya brujuleaban por una inminente paternidad. Claro que luego puntualizaban: el desasosiego con la medición menstrual era prácticamente mensual, desde hace tres años -los hijos, siempre dando problemas, incluso antes de concebirlos-. Cóctel tipo piña colada: candor, ilusión y el calendario. Más los cerca de cuarenta tacos por donde rondarían los dos. No, no tenía ánimo para reanudar conjeturas melosas. Mi disposición sólo transigía con el inevitable intercambio de cortesías y frasecillas al bajar del autobús.
   Sin embargo, apenas cruzamos un primer comentario sobre el calor, la embarazada en ciernes va y me pregunta con parpadeo de pestañitas melindrosas:
   - ¿Y la novia dónde la has dejado?
   Me quedé… Enmudecí de asombro (no, no soy de reactivo fácil). Hasta que ya luego tartamudeé:
   - Es… que… novia… no…
   Y él interpretó enseguida, para excusar el error:
   - Ah, perdona. Claro, estaréis casados. Como os veíamos tan, no sé, juguetones, nos pareció que a lo mejor… uno se piensa… y luego resulta que en realidad… Pasa, eh,… un defecto, lo reconozco… te haces una idea y luego…
   Intentaba justificar su jardín melifluo y fraseológico ante mi rigidez facial, que él suponía de reproche. En realidad me paralizaba el vértigo de un pensamiento: si estos, tan recíprocos en sus remilgos durante la cena, han notado y anotado otros vapores ajenos, Cristina, lo nuestro es para nota.
   En principio, permanecí en la ambigüedad, más que nada por comprobar el límite de sus observaciones. Pero en aquel intervalo de silencio confuso me sobrevino un absceso de franqueza:
   - No, ella está casada con el que tenía a su derecha. Los conocí en la visita a Mónaco. Pura coincidencia. Ya sabéis, un grupo de gente, por circunstancias te unes a ellos, y lo típico, haces amistad. Muy simpáticos, los dos, eh. Sí que Cristina parece más… más comunicativa, diríamos, o más abierta quizás. Pero bueno…
   La cuestión quedó más o menos zanjada. Ellos impostaron un híbrido entre sorpresa, comprensión, indulgencia y carnaza. Y mi instinto, aunque urgía tierra de por medio, arriesgó un comodín:
   - En fin, nos vemos a la vuelta. Voy a pasear mi soledad por aquí, a ver qué descubro.
   Nos despedimos. Se alejaron con la sonrisa y el gustillo de quienes participan de una confidencia.
   Después tomé aire a pulmón relajado y posesión del entorno. No me había movido de Piazza del Municipio, una explanada cuadrangular con edificios de los años cincuenta o por ahí, fachada de Ayuntamiento incluida, nada reseñable. Algún lugareño en plan transeúnte aburrido o reposando ideas en un banco de la sombra, y un salpiqueo de turistas sueltos con pinta de desubicados.
   Por honrar los folletos turísticos, pregunté por Piazza Grande. Estaba al lado. Parsimonia de miradas y andares cavilosos. Mi ánimo, resacoso esta mañana, no terminaba de configurar todas sus aplicaciones. Y eso que poco antes el par de tortolitos me habían fogueado bien. Para cuánto cotilleo les dará su primera cena de semigala en su primer crucero de su primer enésimo embarazo.
   Había acudido al comedor a mi hora acostumbrada. Como cada noche pedí compartir mesa con cruceristas de habla española, por la simple comodidad de compartir también el idioma. Y casualidades del destino, tras varios titubeos del camarero acomodador, termino sentado al lado de Cristina, en una mesa redonda donde aún quedaban dos asientos libres, justo a continuación del mío. Minutos después, los ocupaban el matrimonio inefable, que enseguida comenzaron a acumular conjeturas. Un momento antes Cristina me había comentado:
   - Qué elegante vienes.
   - Bueno, lo propio de un traje -respondí.
   - Pero de buena tela, ¿eh? –aseguró mientras se cercioraba tocándola por el brazo, o acariciándolo, y adornándose con esa sonrisa suya tan indefiniblemente definida.
   Aquí llegaron ellos. La primera imagen que captaron fue la mano de Cristina deslizándose por mi brazo.
   La segunda prueba, al poco. Cuando pido al camarero una copa de tinto y le señalo una marca española en la carta de vinos.
   - Okey -responde profesional.
   Pero vuelve sólo con otra carta de vinos. Se excusa, la anterior no estaba actualizada, o qué sé yo. La miro por lo alto y no encuentro marcas españolas. Todo lo profesional que quieras, pero me estaba fastidiando las meninges. Así que respondo:
   - Okey, -y añado con la flema que me caracteriza- water, quiero water, ya está.
   Se retira con gesto de contrariedad, seguramente profesional también. Y ahora sí, agua, me trae agua, y tan contentos.
   Cristina, que había seguido la secuencia con expectación creciente, en cuanto el camarero se dio la vuelta, confió sobre mi hombro la cabeza y una carcajada.
   Recomposición rápida porque su marido, atraído por las risas, esbozaba un rostro de poema vulcanero, que pivotaba de la cara de Cristina a la mía, verso a verso.
   No esperé a la última rima. Giré en mirada automática hacia el matrimonio recién llegado, y a todo instinto improvisé una salvedad:
   - Este camarero, o está alelado o se lo hace.
   Pues acerté, porque aprovecharon para enlazar, no sé cómo, con su emocionada presunción de encontrarse en el cuarto día de embarazo. Espejismo o ñoñez, sirvió al menos para zafarme de Cristina unos diez minutos, el tiempo que ella empleó en convencer a su marido de su ingenua diversión conmigo.
   Recuerdos con los que llegué a Piazza Grande. Efectivamente, lo era, grande, además de convencional e insulsa, de aspecto semejante a la del Municipio, pero rectangular esta. Salvo sus soportales, sin más seña de identidad para reclamo turístico -mi apreciación, conste-. Un par de vueltas y enfilo una avenida: Via Grande, indica el rótulo -denominación original, sin duda-. Larga, ancha, de arquitectura monótona, avejentada y alma hipotensa. Pespunteada de soportales que a trechos cobijan del sol. Apenas deambulan por ella esporádicos grupos familiares de domingo, excursionistas de paso para Florencia/Pisa y algún que otro mendigo de guardia. Muchas tiendas de ropa, perfumería, zapatos, la mayoría de afamada calidad, Foot Locker, Max Mara, Benetton, Zara. Zara, me detengo un momento ante su escaparate, sólo porque inevitablemente me evoca a Cristina y su minifalda-cinturón de anoche, modulada, curvilástica, ruborosa, flamígera, epicúrea, hojaldrada, hipnótica, vertiginosa, temeraria, pansensual… -¿daré con el adjetivo certero?
   - Es de Zara -me había susurrado en los preámbulos del fragor.
   Se me solivianta alguna zona de la hipófisis o por ahí, como anoche, y renuncio. Aquí en este letargo livorniano, no, la evocación es un trauma.
   Reanudo el paso y recupero mi análisis socio-urbanístico. A lo mejor esta ciudad esconde alma de modernidad. El lujerío de esta avenida apunta a burguesía de posibles, o cuando menos, de fachada. No lo creo destinado a un turismo que es de paso.
   Entro en un bar, una cerveza para saciar la sed y apagar algún rescoldo. Pero “Wifi free”, anuncia un cartelito, y dudo, y claudico. Pido la cerveza y la clave del wifi. Contacto con ella, Intercambiamos posiciones con lenguaje inocuo. Hasta que me anuncia o propone o impone, no sé:
   - Mañana los dos solos en Civitavecchia.
   Me hago el lógico y pregunto:
   - ¿Tu marido y tú?
   - No, tú y yo, bobo.
   Se me puso cara de eso, y corté en un arrebato de pudor, pagué la cerveza y salí.
   “¿Qué estará tramando?”, me preguntaba por callejas aledañas para obstaculizar enseguida la cobertura del wifi.
   Luego desemboqué en una zona peatonal, con aspecto de nobleza añeja, Via Ricasoli. Intenté distraerme por sus escaparates de perfumerías, boutiques, joyería… Pero en uno de estos reclamó mi atención: un anillo de jade verde. Rediós, otra vez Cristina y el anoche: su más preciado blasón, o pendón, de la lujuria.
   Fue una tercera ocasión durante la cena para que el matrimonio inefable elevara un nuevo indicio a la categoría de prueba. Llevaba Cristina en su mano izquierda un anillo de jade verde, ancho y rutilante. Jugueteaba con él con los dedos de la misma mano porque le estaba holgado.
   - Es mi escudo –me lo mostraba con orgullo seductor-. Sin él me siento desnuda.
   - Pues ten cuidado, porque con esa holgura puedes quedar desnuda al menor descuido.
   - No creas, para que salga del todo tengo que ayudarle. ¿Ves? -y lo arrastró con el pulgar hasta fuera.
   Y el anillo, tras cabriolar sobre el mantel, fue a caer en mi… regazo (pongamos un sustantivo digno).
   En mi vida me había encontrado en semejante trance. Cristina miró a su marido, que seguía enfrascado en su tertulia particular, miró al matrimonio inefable, que no perdía hilo, y me miró a mí, y de qué modo: ojos directos y labios entreabiertos recamando sonrisa tan cómplice. Y acto seguido, alargó su mano hacia abajo a la busca del anillo perdido, mientras me musitaba al oído:
   - Habrás comprobado que controlo cuándo y con quién.
   En décimas de segundos, a medida que su mano culebreaba por… ¡por ahí!, pasé del rubor al rubor, y del rubor al rubor. Hasta que su mano emergió victoriosa enarbolando el trofeo. Los tres exhalamos un soplo de alivio; quiero decir, el matrimonio inefable y yo. Aunque a mí me duró muy poco, porque Cristina aspiraba a mantener el clímax. Enseguida volvió a mi oído para asegurarme:
   - La tela de tu… tus pantalones, de tan buena calidad como la de la chaqueta, eh.
   Y ya no pude reprimir una cierta iniciativa:
   - Pues ya verás cuando compruebes la de mi… fantasía.
   Me devolvió la misma sonrisa de antes, pero con un grado más de tensión, o dos, quizás tres.
   Aún seguí un rato ante aquel escaparate, como encallado. Después la inercia me activó un paso lateral, suave, el cuerpo cedió. Y me retiré lentamente, absorto. En una esquina pregunté. “Piazza del Municipio”, por allí. Tomé el autobús de regreso.
   Almuerzo y siesta, amplia y espesa. Después acudí a algunos de los típicos entretenimientos que ofrece el crucero: Trivial Musical y Tragamonedas con los Oficiales. Pero cualquier situación es susceptible de recuerdos. De estos Oficiales de ahora al Capitán, del Capitán a su brindis de recepción anoche en el teatro -una recepción que llega cuatro días después de comenzar el crucero-, y de brindis a brindis, el de Cristina elevando hacia mí su copa de champán en la mano izquierda, con guiño subliminal incluido hacia su fulgente anillo de jade.
   La célebre recepción duró el tiempo que el Capitán empleó en desear very happy crucero a todos, y encabezar el paseíllo del grueso de la tripulación a través del patio de butacas hacia la salida. Fin de la representación, please, dejen en la salida la copa vacía que le hemos dado llena en la entrada.
   - Vente con nosotros -propuso Cristina, a la vez que pedía con la mirada el consentimiento de su marido y el resto del grupo-. Si no tienes otro plan, claro. La fiesta de la piscina promete.
   Asentí, templado por fuera, ferviente por dentro.
   Dejé la cosa esa del Tragamonedas por eludir el itinerario del anillo de jade, que había terminado desnudo y rijoso en la mesilla de noche de mi camarote. Prefería continuar en el modo reposo. Cené en el salón-buffet para evitar encuentros, y después al camarote, una buena lectura, blanca, tierna y crítica -Las dos ancianas- para ir adormeciendo hasta relajar el libro al otro de la almohada.
   Acababa de caer cuando llamaron a la puerta, unos golpes primero cautelosos, luego inquietos y persistentes. Me despabilaron, me soliviantaron, me enajenaron, pero no respondí. Al fin callaron, e inmediatamente un papelito reptaba bajo la puerta.
   Me levanté, cómo no, y leí: “Eres un… -ahí había un tachón corrector, reprimido, imposible de sobreleer-. Te espero mañana a las nueve para desayunar en el buffet. Él se va a Roma con los demás. Tenemos todo el día para nosotros. ¿Te acuerdas de mis besos de anoche? Pues un beso (cualquiera de ellos, elige), Cristi”.
   Acudí a la cita. Sin preguntas engorrosas. Dos horas después bajábamos del autobús-lanzadera en Chivitavecchia. Aun encelados como ya veníamos, pudimos presenciar la imagen misma del caos. La supuesta terminal para estos autobuses de todos los cruceros que arriban aquí (calle de ancho normal, carril de doble dirección, aparcamiento junto al acerado de escasos cien metros de largo) soportaba una aglomeración de tráfico imposible, en organización de llegadas y salidas, en información a los viajeros y en contaminación por tantos tubos de escape. Chivitavecchía, reflejo y puerta de servicio de la ciudad de Roma. Si todos los caminos conducen a Roma, los del mar pasan por Civitavecchia.
   A imagen y semejanza de esta ciudad incierta compusimos una partitura más de nuestro particular caos erótico-clandestino.