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lunes, 29 de abril de 2013

RELATOS DE UN NEURÓTICO


 BERNARDO RÍOS

EN EL ACTO DE PRESENTACIÓN


   Dicen, curiosa y felizmente, que la literatura es una forma de contemplar el mundo, y, al mismo tiempo, una forma de vernos a nosotros mismos, en los espejos de las palabras que nos retratan. Pero cada espejo tiene una forma de reflejar; por eso, aunque creamos que, por haber leído mucho, ya lo conocemos todo, eso es incierto, pues el caudal de ese río es inagotable: surgen siempre nuevos enfoques, nuevos matices, nuevas esquinas en ese deambular que es el azogue de la palabra.

   Sí, literatura; eso es lo que nos da este “Relatos de un neurótico”, primer libro impreso de Ricardo Santofimia, que, desde su profesión de profesor –“ex” desde hace unos añitos, pocos todavía-, se ha dedicado a la escritura literaria, a ese gusanillo que te va retorciendo las entrañas y que no te deja parar hasta que no tropiezas dichosamente con unas historias. Ricardo nos da un personaje –quién sabe si más de uno, quién sabe si nosotros mismos podemos ser ese personaje, o parte de él- que se retrata a sí mismo en las neurosis –no olvidemos que el término nos remite a una inestabilidad emocional-, en las maneras desequilibradas en que la vida nos coloca a veces. Qué digo a veces, siempre. Lo que pasa es que unas personas notan más que otras tal enajenación; y ese neurótico de Ricardo se encuentra en constante inconsistencia o vacilación, se palpa en un dilema existencial, que se le plantea porque, como dice uno de sus protagonistas, “llevaba una vida feble”, algo que bien podría aplicarse, con variantes, a las demás caras del personaje, vistas en los otros relatos, en las que apreciaremos el perseverante reproche hacia una serie de usos sociales.

   Son historias todas que relacionan, como no podía ser menos, a un personaje normal y corriente con su manera de ser, con su manera de vivir, con su percepción de esa realidad en la que se encuentra; es decir, en el fondo, un cierto modo de existencialismo late en todos los relatos, pero, cuidado, sin la gravedad que a veces queremos ver en la idea encerrada en esa palabra, en ese concepto, a pesar de que algunas veces pueda parecerlo: Llevamos una vida ramplona, sin complicaciones, sin entusiasmos, sin pasión ni angustia, una vida que adora el espejo y desprecia la fantasía, que mira hasta donde alcanza la mano y sólo escucha la confidencia infiel. Yo he llegado al punto de saturación, y quiero alterar la línea de mi existencia, ridiculizar la trama, o salirme de ella, o vivir otra. Revolución, transformación, ponga la palabra que quiera, una de estas o cualquier otra. Son palabras del protagonista del primer relato.

   Pero es el estilo lo que primero nos llama la atención; el estilo como tratamiento literario, como “perspectiva”, como punto de vista, como significado: un estilo que, utilizando como materia al hombre común, con sus neurosis, para establecer la propia relación de uno con la vida, se constituye como la plataforma desde la que vislumbra el entorno; en todas las historias, ese lenguaje, esa precisión lingüística, que se transforma muchas veces en “afectación expresiva”, impregna el ambiente; y está concebida en un plan muy consciente, como una forma de “definir” críticamente esa realidad. Al fin y al cabo, pocos se plantan ante el lenguaje como lo haces tú, como lo hacen tus personajes; pocos describen así: Una mujer difícilmente al alcance del macho común, que se detenía en exceso y hasta el exceso en sus piernas y caderas, ralentizaba en el pecho rebosante y promiscuo y, si acaso aventuraba un reojo a la cascada rubia de sus rizos corintios y voluptuosos; o así: Le salieron grafías de salpicón y tiritonas, de premuras y sospechas, trémulas, magmáticas, ceremoniosas, cuellilargas, cabizbajas, paticortas, timidillas, engolfadas, reprochonas, atildadas, descabaladas, encabalgadas, filibusteras, desconcertantes todas. Vemos, a poco que nos fijemos, la incontinencia verbal de Ricardo, de su personaje, que lo es no gratuitamente, sino en función de ese que llamaríamos análisis crítico-irónico-cachondo de la realidad. O sea, un existencialismo en el que lo prosaico de la realidad aparece transfigurado sarcásticamente por el lenguaje; un existencialismo en el que aparece una conciencia estilística, una conciencia literaria, para contemplar la vida, incluso con breves apuntes sobre las personas, la enseñanza, las relaciones, la religión, o la literatura.

   No quiero dejar de poner otro ejemplo de “imitación” del lenguaje modernista (con, en algún momento, ecos de García Lorca), con el que, en el tercer cuento nos va señalando el paso del tiempo, siguiendo los pensamientos y sensaciones de su personaje; nos va diciendo a lo largo de algunas páginas:

   La tarde reivindicaba su claror otoñal o primaveral de contrastes, llagas, urdimbres y convenciones.
   La tarde rociaba de azul flemático un légamo de hiel.
   La tarde remansaba coloraciones de adagios en flor.
   La tarde divagaba sobre tonalidades y hechicerías del acervo.
   La tarde objetivaba azules y amarillos templados.
   La tarde emitía destellos inéditos.
   La tarde descomponía una bandada de pájaros grises.
   La tarde navegaba por un sopor desvaído y lánguido.
   La tarde fundía sus últimos retazos en las sombras y agüeros de la noche.

   Si leemos atentamente los cuentos, entendemos que nadie, o casi nadie, actúa de la manera en que lo hacen sus personajes, con esa radicalidad (uno se hace un lifting, así, de pronto; otro toma una decisión drástica y dramática; aquel comienza un camino para olvidar, un camino de desmemoria; este quiere redimirse, o, como él mismo dice, “violentar su línea existencial”; uno más se encuentra con su novia eternamente repetida, como una especie de pesadilla); pero es ahí precisamente donde reside la extraña fuerza de estos cuentos: en que esos comportamientos son las neurosis de nuestro tiempo, llevadas a un extremo a veces grotesco, para revelar incongruencias, absurdos, desfases…; en definitiva, para que veamos cómo el mundo es una permanente simulación, en la que no cabe la visión trágica, sino la cómica, o la ridícula, o la grotesca. 

   Todo lo que yo pueda decir no es sino un corto retrato de estos cuentos, que, como he intentado –no sé si logrado- transmitir, hay que leer, porque no soportan un resumen tradicional; como no lo soporta la literatura. Como esta literatura de Ricardo Santofimia.

                     Bernardo Ríos

jueves, 18 de abril de 2013



CORRECCIÓN URGENTE SOBRE LA PRESENTACIÓN DEL LIBRO

RELATOS DE UN NEURÓTICO

EL ACTO DE PRESENTACIÓN FIJADO PARA EL MARTES 23 DE ABRIL

SE CELEBRARÁ EN

SALÓN DE ACTOS DEL IES MAIMÓNIDES (C/. Alfonso XIII, 4)

A LAS 19 HORAS

(NO en el Salón de Actos Cajasur a las 18 horas)

lunes, 15 de abril de 2013

FERIA DEL LIBRO DE CÓRDOBA 2013

Martes 23 de abril a las 18 horas

Salón de Actos Cajasur (Bulevar de El Gran Capitán)


presentación y firma del libro                          

RELATOS DE UN NEURÓTICO

Autor: Ricardo Santofimia Muñoz

Presenta: Bernardo Ríos              

Ed. Papeles de Le Rumeur           
           
FERIA DEL LIBRO DE CÓRDOBA 2013
Martes 23 de abril a las 18 horas
Salón de Actos Cajasur (C/. Reyes Católicos)
Presentación y firma del libro RELATOS DE UN NEURÓTICO
Autor: Ricardo Santofimia Muñoz 
Presenta: Bernardo Ríos
Editorial Papeles de Le Rumeur

domingo, 7 de abril de 2013

EL TÍTULO


   Desde luego, no lo tenía previsto. Un defecto que me persigue desde la más angustiosa pubertad: olvido la evidencia, o quizás la soslayo o, no sé, la descarto. Y sin embargo, el consejo o aviso era de cajón.
   Quiero aclarar antes, enseguida, que también adolezco de certezas, de ahí mi continuo recurso a precisar imprecisiones. Esto se me ha acentuado con la edad. Claro que tampoco tengo claro si se trata de defecto o virtud.
   Aunque, sinceramente, eso de la “angustiosa pubertad” es pose con pretensión dramática, o quizás romántica; porque tampoco es que me haya preocupado en exceso pasar por alto según qué, nunca. Y lo de “me persigue”, pues suena a pretencioso, ¿no?
   Pero lo reconozco, sustraerme a la lógica, a los procesos mentales con desembocadura obvia e inevitable, no deja de ser un defecto. Más que nada, porque me ha creado –me he creado- más de un problema. Como para sentirse orgulloso.
   Me da que es cuestión de estructura mental, o quizás neurológica, o algo así –tampoco voy a echar la culpa ahora a los jesuitas que me educaron-. Tan interiorizada tengo la tendencia por lo sublime que descuento lo sencillo, si bien con frecuencia asimétrica.
   En realidad –hay que reconocerlo-, prescindir del escalón inicial acarrea resultados impertinentes, inconvenientes, invalidantes. Pero casi me atrevo a asumir que no es mi caso, porque con frecuencia no salgo de la neurona primaria. Desconozco si me pasa como a todos, o a muchos, o a algunos, o a ciertos algunos.
   Es verdad que a veces, si me encuentro despistado, o divagando, o qué sé yo, me escurro de mi realidad y doy el salto en el vacío sin medir las consecuencias. Como me ha ocurrido ahora, o ayer.

   - Bien que es un libro de relatos, pero habrá que ponerle un título, ¿no? –me dice.
   - Pero cada relato tiene su título, ¿no es suficiente? –le digo.
   - No parece, lo normal es que el libro lleve un título general –responde.
   - ¿Y no basta con poner en letras muy grandes “Relatos”?
   - Puede, pero resultaría muy poco atractivo. Mejor piensa un título para el conjunto. Una expresión o palabra que caracterice a la totalidad, que los agrupe en una idea o motivo común. Tira de imaginación; pero con cuidado, no desvaríes demasiado, que te conozco.
   - De acuerdo. No estoy seguro de conseguirlo, pero voy a intentarlo. Me refiero a lo de desvariar. A estas alturas no me puedes venir con equilibrios. Pero, bueno, procuraré una leyenda veraz, rotundo, síntesis y brújula.

   Con tal intención emprendo el camino. Método, sosiego, avizor. Releo el primer relato y tomo notas, sobre personajes, la trama, la expresión, algún detalle, paso al segundo y lo mismo, y así hasta el último.
   Cuando termino, retiro los apuntes a un pico de la mesa, los relatos al otro, y pongo rostro, brazos y manos en imagen de intelectual ensimismado (es que me sale así de espontáneo, no es gesto para foto; ni lo digo por petulancia, sino llevado por…, bueno, vale). Hago la consiguiente reflexión, repaso mental o algo parecido. Pero apenas se digna florear algún pensamiento consistente. Me rindo un poco y acerco el par de folios que sostienen mis comentarios. Leo, ya con cierta ansiedad. Subrayo. Traslado a otro folio lo subrayado en plan criba y ahí concentro todos mis filamentos. Nada relevante, o muy poco.
   Así que renuncio al momento, y sobre todo, al lugar. Y salgo de casa. Si es que tanto método, tanto método,… y encima estas alergias mías al sosiego recomendado. Que no, que no. A la calle.
Subo hasta las cumbres del Brillante, bajo por las laderas de Chinales, atravieso Carlos III hasta el viejo Lepanto, me adentro en San Agustín, cruzo la Corredera –todo a pie firme y rápido y enjuto, y espoleando sin descanso todos los ¿anillos? de la corteza cerebral-, sigo hasta El Potro, y Puente Viejo y Campo de la Verdad, hasta la iglesia del Cerro, y vuelvo, Plaza de Andalucía, Puente Nuevo, Vallellano arriba, La Victoria, hacia el bulevar, alcanzo El Vial, y en el último tramo hasta casa, en ese que recorro cada día entre árboles desfrutados y entrañables, titilar de confidencias y atmósfera de melancolías, acierto con la esencia.
   La clave está en el narrador de cada relato, los narradores, varios y uno. Personalidad afín, controvertida, conturbada, identidad de inquietud.
   Todos los relatos con el mismo protagonista, la misma obsesión de denuncia: “Relatos de un neurótico”.
   Jo, me ha costado. Cosa tan elemental…