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viernes, 11 de enero de 2013

CRISTIANOADAPTABLE

 (Otro cuento por Navidad)


   24 de diciembre.

    7,30 de la tarde:

   Inmaculada está en la cocina, pelando patatas y abstraída en sus pensamientos. Evocaciones con un hilo conductor subterráneo, un motivo o, quién sabe, la simple justificación de su alma bíblica. Parecen como escogidas de una especie de especiero, o seleccionadas del entramado espiritual que ha ido tejiendo desde los lejanos vértigos de su primera madurez.
   Se sabe pecadora debido al aciago episodio del paraíso terrenal y sus funestas consecuencias para la humanidad, incluida ella misma. Pero, salvado tal escollo por la gracia divina, aspira a merecer una localidad de tribuna en la vida eterna. No en vano dispone de un currículum repleto de fe, piedad y, sobre todo, caridad cristiana. Hasta el obispo, con el que va a compartir esta noche de paz, así lo viene reconociendo públicamente. La última vez ante la asamblea provincial de cáritas: “Inmaculada, eres uno de los puntales de la religión en nuestra diócesis, modelo de caridad cristiana para cualquier creyente”. Ocurrió días antes de casarse Fátima, la menor de sus tres hijas. Lástima que su eminencia excusara su presencia en la boda con otros quehaceres de pastoreo. Pero lo compensó enviando para los nuevos contrayentes la bendición apostólica de Su Santidad. Inmaculada la declamó urbi et orbi durante la ceremonia con arrobo seráfico, similar al experimentado por la novia al escucharla y bastante homologado con el de los invitados, según apreció la beatífica lectora del documento pontificio

   Cándida está en la salita, mirando la tele y sumida en sus recuentos. Rutinas convencionales, transmitidas y asumidas, acríticas, sin respeto con ella misma. Repaso de un inmenso anecdotario vivo pero sin pulso, también inofensivo, que ha ido acumulando hasta su presente senil.
   Aún mantiene la sonrisa fláccida tras la llamada telefónica de Fátima para felicitarle la Nochebuena. Todavía no ha visto a la sobrina-nieta desde la boda; así que ha aprovechado para repetirle lo guapa que estaba, y el novio también, y lo bien que resultó la ceremonia.
   Cuando la conversación se entretuvo en el convite y los invitados, Cándida aludió a los ausentes. Y Fátima respondió con reflejos de vago candor. Pero Cándida metió el bisturí: “Sí, sí, los hermanos de tu madre y sus hijos, tus tíos y primos, ¿por qué no han ido a la boda?, ¿no los habéis invitado? Porque cuando pregunto a tu madre, siempre me sale con que hay gente que no se merece nada y cosas así, pero no me aclara nada” La tía albergaba sospechas, o certezas, o algún inquieto roe-roe. La recién casada desmayó una confirmación brumosa y alegó prisas de ir a cenar con sus suegros, y un beso, pi-pi-pi-pi…

   7,45 de la tarde:

   Inmaculada ha pelado y picado las patatas, y prepara sartén y aceite sin abandonar las perlas de su vocación redentora. Le pasa cada vez con más frecuencia, compagina la rutina terrenal con la meditación trascendente, sobre todo cuando algún nódulo íntimo, seguramente inconfesable, entorpece quién sabe qué flujos de su imagen sacra. Entonces, sistemáticamente, se atrinchera en recios presupuestos religiosos, que no siempre fueron o han sido comprendidos, particularmente por el entorno familiar. Como cuando pretendió catequizar a sus padres, que eran de profundas convicciones católicas, para que comprendieran el alcance teologal del matrimonio con su Gregorito.
   El diminutivo es una constante en su labor evangelizadora, no se sabe muy bien si con carácter afectivo o según sus tarifas de justiprecio social o religioso. Ni siquiera en el caso de su marido cabría arriesgar un parámetro concreto. Porque Inmaculada lo utiliza a destajo –hablamos ahora del diminutivo-, en conversaciones directas con los afectados o en otras en las que éstos, ausentes, son carne de comentario. Incluso alguna vez se le ha escuchado un Manolito refiriéndose al vicario general de la diócesis.

    Cándida sigue con la mirada perdida en la tele y picoteando secuencias de un oleaje a medida.
   Se ha dotado de un surtido muestrario de recuerdos, del que se sirve para solventar conversaciones del cotilleo ambiente y elucubraciones propias. Ahora, por ejemplo, desgrana con cronología de archivero imágenes de bodas. Un barrido de cámara novelera con zoom veleidoso y taciturno en las de sus sobrinos, menos uno. A la de éste no asistió, no figura en su álbum de fotos. Por entonces ya Inmaculada ejercía de cancerbera de las esencias tridentinas, además de usufructuaria de la vida y enseres de la tía Cándida. La sobrina sentenció que el matrimonio civil de su hermano consumaría un estado de concubinato o algo así, declarando su celebración como ignominiosa, pagana, diabólica. Y la tía sintió amenazada la balsa de sus tres avemarías diarias y trasquilado el manso discurrir de su existencia.

   8 de la tarde:

   Inmaculada está friendo las patatas mientras bate dos huevos y continúa repasando fascículos de sus cruzadas. Fórmula recurrente en ella, purifica equívocos del presente con glosas de gestas pasadas.
   Reconoce a Gregorito como su tercer pretendiente en línea cronológica, pero único en alcanzar la redención por la gracia de Dios y porque rindió su alma pecadora a los encantos espirituales y profesionales que irradiaba la funcionaria en cuestión.
   Las reticencias iniciales de sus padres ante la evidente penuria religiosa del pretendiente las solventó o doblegó pronto –cree ella-. Inmaculada reseteó el alma de Gregorito mediante el sistema de inmersión en los cursillos de cristiandad. El camino del altar quedaba expedito.
   El matrimonio normalizado no tardaría, porque Inmaculada tampoco contaba con mucho margen de edad para mayores iluminaciones. Y tras la boda, alguien escuchó las plegarias del desposado y le concedió el empleo de conserje en una empresa conservera, con el proyecto –comentaba ella con seguridad manifiesta- de que enseguida accediera a un puesto de administrativo, en cuanto aprendiera a escribir a máquina.
   Pero ya desde el principio los dedos terrosos de Gregorito, viciados por su anterior trabajo, machacaban las teclas de dos en dos, y no había manera. Renunció pronto, por lo dicho y porque esas deficiencias, como suele ocurrir, le avivaban otras. Seguramente, sólo el sistema de indulgencias plenarias podría explicar cómo el esposo redimido, contando con su sueldo y el de su consorte, que, aunque lo pareciera, tampoco era de aleluyas, consiguió introducirse en el negocio inmobiliario al por menor, exactamente, al por menor dinero declarado. Con él ha alcanzado pingües beneficios, jaculatoria a jaculatoria, siempre a cubierto de esos impíos de Hacienda y bajo el halo benefactor de su mentora. Utilidades de la comunión diaria.

   Cándida permanece en la butaca de la salita y en su balance de cromos. Análisis acolchado, colores primarios, emociones de corralito, latitud plana.
   Sigue callejeando por su histórico de bodas y se detiene, como por obligado cumplimiento, en la de Inmaculada con Gregorito (como otras anfibologías, también reproduce de la sobrina la adjudicación de diminutivos). La tía, testigo neutro de los avatares familiares, calibra ahora, al cabo de los años, cómo su realidad de los últimos lustros resultaría ligada a aquella boda. Cómo imaginar que aquel Gregorito, que entró en la familia de puntillas, que sigue por la vida de puntillas –y haciendo encaje de bolillos-, integraría su galería mental de personajes de ocasión.
   Gregorito celebró que la tía de su esposa veneranda conviviera con el matrimonio y con las hijas que ya iban naciendo, quién mejor que ella para las funciones de señora multiservicios. Desde entonces y hasta bien poco la trataba con decoro, a lo mejor impostado, pero, bueno, pasable.
   Sin embargo, últimamente Cándida ha advertido ciertos cambios en Gregorito, como transformado en un continuo semipresencial: rara vez aparece por la salita donde la tienen relegada, o le concede un “qué hay” cuando se cruzan por el pasillo hacia el baño, y menudeos así. Aunque en ocasiones, a rachas, teledirigidas por la sacrosanta sobrina, Gregorito se planta ante la pobre tía pobre y arremete contra sus ochenta años de neuras, el abandono en que la tienen sus miserables sobrinos, y los gastos de medicinas, luz, brasero y tele que ella genera y que él paga religiosamente (religiosamente, cómo no). Y ella calla y asiente sin más, también sin balbuceo de protesta ni lagrimilla fugaz.

   8,15 de la tarde:

   Inmaculada ha mezclado las patatas con los huevos en una fuente y volcado sobre la sartén ya sin aceite, cocción a fuego medio, bien distinta al hervor que inflama su porfía espiritosa. Ante el fantasma de la maledicencia, divulgar el sacrosanto destino de sus obras, es su lema, también su pantalla.
   Cuenta en su haber con algún destello postconciliar, el que se permitió al afirmar que Gregorito le había dado tres preciosas hijas, no al revés. Una especie de feminismo en clave cristianoadaptable –adjetivación, por otra parte, nada ajena a su personalidad- del que presume en sus reuniones de sacristía, a pesar de ciertos recelos del consiliario de turno, que ella menosprecia. Para algo se considera imprescindible en la logística doctrinal.
   Tres criaturas que la madre se encargó de recibir y educar de acuerdo con los cánones de la teología al uso, así como de difundir tan abnegada labor en cuantos foros y convivencias participaba. Lo de criarlas se le suponía, pero en realidad delegó en la tía Candida. Criarlas en el sentido más explícito del término: intendencia, alimentación, custodia, entretenimiento, etc. Un servicio integral de guardería hasta bien avanzada la edad autónoma de cada cual. Ítem más: la misma tía también tenía a su cargo el servicio doméstico a jornada completa: cocina, limpieza y portería.

   Cándida ha abandonado por un momento sus memorias de balancín y distrae inercias en los reclamos de la tele, publicidad blanda, juguetes y ternura. Enseguida un anuncio rosa la devuelve a sus diagonales, un efecto mariposa previsible, desvaído.
   Ha permanecido en el tópico por pura comodidad, por muchas advertencias que recibiera en sucesivos períodos del pasado. ¿Cuestión de gustos?, ¿de apatía emocional?, ¿o de alguna castración o trauma intelectual de vaya usted a saber? El caso es que las prestaciones dispensadas a las niñas de Inmaculada hicieron honor a su natural dúctil. Su papel de tía soltera con sobrinos ya lo había practicado con los hijos de su hermana, Inmaculada inclusive, pero fue algo entre mostaza y tomillo. Pero con estas tres sobrinas-nietas ha resultado más de cocido y salsa rosa. Y una sonrisa meliflua brota al recordar sus juegos con ellas, con sus regalos de reyes, vestiditos, muñequitas, cocinitas, etc. De la grasa del cocido, de sus abusos y reproches, amnesia.

   8,30 de la noche:

   Inmaculada mira el reloj y acelera el fin de la tortilla de patatas, y prepara rápidamente dos filetes de pechuga de pollo a la plancha.
   Bien que pesaba a Inmaculada el trajín (así lo denominaba ella) que había colocado sobre las espaldas de su entrañable tía Cándida. No perdía ocasión de lamentarlo en cuantas conversaciones viniera a cuento –aunque sonara a cuento-, más que nada por aventar pensamientos malignos o comentarios perversos. E insistía en achacarlo a su abarrotada agenda de obras pías fuera de casa, una pechera abarrotada de pins. Además, justamente la tía había sido una de las primeras beneficiarias de la caridad notoria de la sobrina.
   Todo un clásico en las conversaciones de Inmaculada: se dilata y diluye en explicar y explicar cómo Candidita (los diminutivos de Inmaculada), de natural soltera, cayó en soledad al morir sus padres, quedando con una mísera pensión asistencial que, si a duras penas le daba para comer, menos que nada para mantener la vivienda familiar, por lo que Gregorito no tuvo más remedio que comprársela –al citado por menor, claro-, y ella, la encomiable sobrina, se apresuró a acogerla en su casa y bajo su aura y manutención.

   Cándida siente que los párpados comienzan a ceder, más que al sueño a la presión de la emoción subyacente. Si al fin y al cabo tuviera cerca alguien con quien compartirla…
   Bien que pesa a Cándida la melaza que fondea por los senderos de sus edades. A quién recurrir, a qué sentimientos apelar, rebotarían contra ella misma.

   8,45 de la noche:

   Inmaculada, terminados los filetes, corre a arreglarse. Mientras, Gregorito, revestido ya con sus galas de supernumerario consorte, la apremia desde el salón y aprovecha para renovar imprecaciones, de baja intensidad, eso sí, pero zafias y mezquinas, eso también, contra las limitaciones que la presencia, o simplemente existencia, de la dichosa tía Cándida impone a la actividad cristianoparla del prístino y cabal matrimonio.
   La esposa iluminada se emperimoña, colorete de percalina, labios a juego y vestido de teresiana vip. A la vez que sus pensamientos hacen causa común con el rumiar de Gregorito. Meses antes de la boda de Fátima, casadas las dos hijas mayores, con Cándida frisando ya los ochenta años, y por tanto, incapacitada para buena parte de las tareas domésticas, la santidicha ha pretendido recurrir a sus hermanitos (los diminutivos de Inmaculada) para compartir la carga financiera, ésta sobre todo, y existencial de la tía provecta. Dos lanzadas de calvario que rezuman y resumen toda la hiel de esta pareja de frustrados querubines.
   Pero la respuesta fue tibia, en la doble acepción denotativa y connotativa del adjetivo, la de unos displicente, la de otros bronca, aunque con denominador común negativo: “Te has aprovechado de ella hasta la extenuación, la has exprimido al máximo, le has rebanado sus sentimientos hacia nosotros; y ahora que se ha convertido en un fardo para vosotros… ¿Y tú hablas de moral?, ¿de qué moral?”
   Inmaculada, revestida de sacramental, viene profesando recusación pública de estos miserables, hipócritas, repugnantes, pecadores y por ahí, para los que vaticina, por supuesto, las tinieblas del averno.

   Cándida dormita.

   9 de la noche:

   Inmaculada aprueba al espejo y se apresura a la cocina, pone en una bandeja de fibroplastic el plato de la tortilla, el de los filetes de pollo, una naranja y cubiertos, vuela a la salita, aterriza en la mesa con la impedimenta y dice a su tía:
   - Aquí tienes la cena, Candidita. Pero, mujer, no te duermas, que esta noche es Nochebuena. Ya sabes, que nos vamos a cenar con el señor obispo y el grupo de caridad diocesana en una residencia de ancianos. Si tus sobrinos se hubieran portado contigo de otra forma, ahora estarías… Pero, bueno, que vamos tarde. No te quedes levantada hasta las tantas. Que apago el brasero, no sea que se te olvide y nos metas fuego a la casa.

   Cándida espabila el rostro macilento, asiente con el automatismo acostumbrado y se pone a comer, sin recursos…