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lunes, 2 de diciembre de 2013

BITÁCORA DE ESTÍO (7)

EL RINCÓN DEL FUMADOR


   Regresé de Mónaco cerca de las tres de la tarde, con hambre de lobo marino; pero antes pasé por el camarote para dejar la mochila. Y encuentro el teléfono parpadeando, un mensaje. Pulso y me habla una voz en español de cadencias latinas: algo así como que mi banco está rechazando los cargos de mi tarjeta de crédito, por lo que me ruega acuda a Recepción para solucionar este contratiempo. ¿Cómo?, ¿cómo? ¡Cómo! Me revisto de orgullo y solvencia y acudo con una reflexión encanallándome la sangre: las fragancias que laten en Mónaco, puro celuloide; la cruda realidad anida en la tarjeta de crédito.
   Me atiende una chica en español californiano. Despliego argumentos del tipo “pero ustedes qué se han creído conmigo”, esgrimiendo mi tarjeta de crédito, nombre, fecha de caducidad, etc., con tono elegante, eso sí. La chica encaja con seriedad profesional, “me permite la tarjeta, por favor”. Se la pongo en el mostrador como quien suelta el as de bastos. Pero ella la coge silente y calma, la posa al lado del ordenador y no le abandona la mirada mientras teclea sus datos. Cuando se detiene, concentra la atención en la pantalla. En todo ese tiempo -casi diez minutos, calculo-, no me concedió ni una explicación provisional. Así que estuve dudando entre relajarme o espolear mi autoestima. La disyuntiva quedó en suspenso por su intervención. Entonó una excusa referida a problemas en las conexiones vía satélite, “recientito solucionadas afortunadamente”, y así, también los cargos en mi tarjeta. Me dejaba algo frustrado, por mis neuronas cabalgaba ya el séptimo de caballería. Lo reprimí a medias, porque a modo de despedida me permití el desahogo de una conclusión, una advertencia y una bordería: “Así que el problema era de ustedes. Espero que no vuelvan a molestarme, yo no soy experto en telecomunicaciones”. Por supuesto, con el tono elegante que -ya digo- me caracteriza.
   Aunque, en estos casos la agresividad residual me impele a fumar como último y único recurso, desaforadamente. El ansia me llevó en volandas al rincón del fumador.
   El barco, cual local de ocio que se precie de caché, prohíbe fumar, salvo en dos o tres sitios muy acotados. Mi preferido se encuentra junto a la piscina, al que bauticé cariñosamente el primer día como rincón del fumador. Se me antojó eso, un lugar escueto y entrañable, no delimitado por groseras puertas ni mamparas, sino sólo por una línea imaginaria marcada por dos grupos de gruesos y confortables butacones de mimbre, cada uno de ellos en torno a una mesita baja, también de mimbre, en cuyo centro reina majestuoso y acogedor un cenicero de plástico duro, que alberga las colillas sin fin de las almas atormentadas e imperfectas.
   Allí llegué con mi bagaje de flujo contaminado y me puse a fumar, un cigarrillo, dos, tres, mirando al entorno sin ver, sólo concentrado en suturar el aguijón del dichoso mensajito y acariciando, la mano en el bolsillo, las mejillas de mi sufrida tarjeta de crédito.
   Al cabo, cuando remitía el escozor, noté que volvía el hambre postergada. Guardé el siguiente cigarrillo, a punto ya en las manos para encenderlo, y enfilé hacia el salón-buffet. ¿Servicio de restaurante a las cuatro y pico de la tarde? Sí, allí siempre hay un plato para cada hora y una hora para cada plato.
   Saciado el apetito y restablecido el equilibrio del circuito psicosomático -aunque últimamente se me desmanda con más frecuencia-, recuperé el temple habitual. En tal estado volví al rincón del fumador, para cumplir con el rito, el cigarrillo post-almuerzo.
   Encontré el primer corro de butacones ocupado por un grupo de españoles (vale, cedo: y de españolas). No, nada de voceríos, risotadas ni demás sanbenitos. Escuchaban con discreción y ternura las pulsiones de una señora en silla de ruedas. Debía de ser inglesa o, pongamos, británica, rondaba la edad provecta, el porte aristocrático y la incontinencia verbal. Y gozaba, sin duda, de un espíritu crítico y vivaz y de al menos un par de paquetes de tabaco diarios. Lamentaba entre su inglés fluido y el español chapurreado los malos tiempos para los fumadores, relegados a espacios cada vez más marginales y reducidos. “Small, small, small”, abundaba a cada comentario, arrancando sonrisas de adhesión de los interlocutores.
   Me acomodé en un butacón del otro corro, más solitario. Al pronto no reparé en la pareja -heterosexual- que había enfrente. Pero, claro, como uno se aburre fumando solo, se pone a pensar o a observar. Y como lo de pensar ya lo había practicado con creces en mi anterior visita a este rincón, pues eso. Escudado tras las gafas de sol orientadas hacia el infinito, y con la inestimable coartada del cigarrillo librepensador, me entretuve en una fotografía bastante grotesca. Andarían estos dos por los cincuenta o sesenta años, ambos anchos, altos y gruesos, y con origen indefinible, pero de los Pirineos para arriba, o del cabo Finisterre para la izquierda. Él, camisa de pelo canoso en pecho, bañador hawaiano, repantigado en el butacón, sobrado de sí mismo, fuma puro y come uvas. Ella, camisa y pantalón largo blancos y anchorros con transparencias de biquini verde y amarillo, sentada a lo macho, ligeramente inclinada hacia delante regalando escote, fuma un cigarrillo y come albaricoques a doble moflete. Al poco rato, él apaga el puro en una tarrina de yogur recién empezada que había al lado del cenicero, ella apaga el cigarrillo en el plato repleto de huesos de albaricoque, que queda también junto al cenicero. Después se incorporan en plan artrósico y se van arrastrando chanclas despatarradas -juro por mis textos que lo descrito es reproducción fiel del original.
   De semejante secuencia no me permití comentario ni análisis de circuito cerrado, porque pretendía dormitar una siestecita por allí. Así que también yo apagué mi cigarrillo, en el cenicero, y fui en busca de una hamaca discreta, donde llegara amortiguado el griterío de los niños con padres reposando cócteles.
   Del sopor a un sueño de inquietud media. Barullo esotérico en el que mi tarjeta de crédito, Mónaco y Cristina, mi compañera de cervicales, disputaban protagonismos entre sí, pero luego se aliaban y confundían en siluetas superpuestas que irradiaban haces de luna llena sobre la terraza de mi camarote, donde yo fumaba sentado en la butaca como un demiurgo.
   Hasta que irrumpen un crepitar de timbales y los decibelios de un DJ, que me sientan en la hamaca. Unos segundos de desorientación, pero consigo zafarme hacia el amparo de un café solo.
   Volví reconfortado. El fragor musicoléctrico continuaba, pero compatible con las facultades básicas y la liturgia del cigarrillo tras el café. Instalado en el rincón del fumador, desplegué la mirada hacia el entorno. Barridos indolentes como quien pasa las páginas de un álbum ajeno. Comenzaban en el estrado donde se debatía el DJ con sus juguetes electrónicos, se entretenían en las hamacas que exponían cuerpos de diferentes materiales y calidades, ojeaban imágenes de la piscina, llegaban hasta las siluetas acodadas en la barra del bar y regresaban por las tertulias del jacuzzi.
   En uno de estos me detuve. Allí, desde el jacuzzi una mujer me dirigía señales de saludo. La identifiqué enseguida, era Cristina. Estaba con el grupito de Mónaco, marido incluido. Le correspondí, aleteo de la mano y sonrisa convencional. Parecía como que me llamaba, pero me hice el desentendido. Primero porque no me atraía especialmente aquel grupo, segundo porque sí me atraía peligrosamente Cristina, y tercero porque no soportaba el olor a lejía que desprendía el jacuzzi.
   Encendí otro cigarrillo y activé el modo espera. Es decir, fumaba simulando un estado entre distraído, absorto y ensimismado. Bien distinto a los duendecillos que soliviantaban mi temperamento B.
   Pasados unos diez minutos, Cristina salió, o mejor, emergió de las aguas del jacuzzi, cual venus botticelliana pero desvestida por un biquini fucsia. Comentó algo a los suyos y se perdió por entre las hamacas. La decepción me duró poco, enseguida la vi acercarse velada por una camiseta playera sobre el bikini y con un paquete de tabaco en la mano.
   Su atractivo no reside en su rubio ensortijado, ni en sus ojos marinos, ni en su tez nívea, ni en las curvas proteicas de su cuerpo, sino en la sonrisa brumosa con que acompaña sus palabras y sus silencios.
   Cuando llegó al rincón, todos los butacones estaban ocupados. Sin dudarlo, me pidió con toda naturalidad:
   - ¿Me haces sitio en el tuyo?
  Liberé una expresión de sorpresa y me eché rápidamente a un lado.
   Se sentó, los cuerpos rozándose, el mío en do sostenido, el suyo en fa mayor. Le ofrecí el encendedor. Encendió el cigarrillo, y yo otro.
   Al principio, sin mediar palabra, ambos mirábamos hacia el jacuzzi. Después, a medida que los cigarrillos se consumían, nuestras miradas iban y venían del jacuzzi a nosotros, entre nosotros, compartiendo sigilos, promesas, qué sé yo. Hasta que ella, con esa sonrisa inexacta, me dijo:
   - Relájate, hombre. Se ha mosqueado un poco pero me da igual. Él también tiene sus aficiones.
  No respondí enseguida, no sabía qué. Pero el instinto me apremiaba, algo, venga, di algo, caramba:
   - ¿De modo que yo soy tu afición? -me salió, o se me escapó.
  Me sorprendí a mí mismo, lo de presuntuoso no es mi perfil bueno. Claro, ella no se dejó esperar:
   - Me refería a fumar –respondió taxativa, y luego suavizó-. Lo tuyo aún está por definir.
   Frené en seco. Aunque alcancé a percibir que la cercanía de su cuerpo sí que sugería una cierta definición.
   - Me tengo que ir –añadió después, mientras apagaba el cigarrillo en el cenicero-. Esta noche, cena de semigala, en el teatro la recepción del capitán y luego discotequeo aquí en la piscina. ¿Nos veremos?
   Era una pregunta demasiado afirmativa.
   - Por supuesto –confirmé.
   Para levantarse apoyó la mano en mi pierna. Endiablada mujer, en Mónaco fue el brazo, ahora la pierna. “Pues sí -pensé-, el futuro está por definir”.

martes, 29 de octubre de 2013

BITÁCORA DE ESTÍO (6)

  MÓNACO Y MIS CIRCUNSTANCIAS

    Puerto en Villefranche. Mónaco, el destino.
   En tierra firme, desplegaba el mapa de Villefranche para buscar una parada de autobús a Mónaco, cuando noto cerca un cuchicheo y alguien me pregunta cordial:
   -¿Cómo están sus cervicales esta mañana?
   No cabía duda, mi auxilio en el teatro. La acompañaban cuatro o cinco personas. Despejé enseguida la sorpresa y respondí:
   -Pues… no tan bien como las suyas.
   Sonrisa generalizada en el grupo e intercambio de comentarios amables y chispeantes sobre la nochecita toledana del barco. Luego parecía que se agotaba el encuentro, pero ofrecieron unirme a ellos en la visita a Mónaco. No accedí enseguida, eran tres parejas con pinta de cofradía; me sentiría intruso o comparsa. Pero insistieron y acepté. Por dos motivos: primero porque aquella mujer me había desnivelado, y segundo porque odio los mapas, sus cuadrículas, sus dichosos simbolitos y sus frases para ojo de aguja.
   Cuando bajamos del autobús en Mónaco, una de las parejas se había arrogado el papel de guía. Nos dirigía a golpe de parada de tres minutos para consultar el mapa, otros tres para decidir la ruta y unos diez para constatar que se habían equivocado. Subir, bajar, por aquí, no, por allí, no… bueno, ¿a ver el mapa?, parece que nos hemos equivocado, voy a preguntar, monsieur, s´il vous plaît…
   -Se orientan como el culo. Eso también lo sé hacer yo -murmulleó alguien entre impaciente y furioso.
   Así que caminábamos hacia algún sitio más por intuición que por certeza. Pero mi atención ya había decidido el foco, la panorámica. Mónaco era un enclave sitiado por bloques y bloques de pisos y viviendas de ínfulas diversas que bajaban desde las faldas de las montañas que abrigaban la bahía, y por innúmeros veleros o lanchas o yates atracados en el puerto o por los arrecifes o remolineando por las estelas del oleaje. Visión que se ensanchaba y expandía mar adentro a medida que ascendíamos en zigzag por un carrusel de rampas almendradas para turistas devotos o cruceristas de ocasión, que se detenían a trechos para renovar admiraciones con el clic-clic de las cámaras de fotos o para tomar aliento, o más por esto con el pretexto de aquello.
   Recelábamos ya de la pericia de la pareja-guía, cuando alcanzamos, no sé si por acierto o casualidad, una explanada espaciosa, vistosa en dimensiones, amplia en su normalidad. He aquí el Palacio del Príncipe, o de los Grimaldi, o el Palacio Real -la adjetivación quizás no sea aleatoria, supongo que responde particularmente a un estado emocional específico, más republicano lo de Grimaldi, más monárquico lo de Real, más correoso o aséptico lo de Príncipe.
   En cualquier caso -quiero decir, en cualquiera de los tres supuestos mencionados-, se me antojó un exceso rosa la denominación misma de Palacio. ¿Qué palacio?, me preguntaba, donde sólo adivinaba una reproducción a gran escala de esos fortines de chocolate blanco, tan vistosos y monos, que nos emboban desde los escaparates de las pastelerías, con sus almenitas, sus garitas para los soldaditos y todo eso. O, como mucho, una copia edulcorada del exin-castillos con sus cañones de juguete en plan escolta de fachada feudal.
   Mitología cuché que se reproduciría -siguiendo la ruta marcada en el mapa, a dos calles del palacio- ante el frontispicio de la catedral. Catedral cerrada, por supuesto, a turistas o cruceristas de aluvión, muy proclives a profanar con sus cámaras y chismorreos los santos lugares donde la aristocracia pequeño-burguesa, ah del castillo, blanquea su alma ante los flashes del periodismo sicario. Edificio que seguramente ha recibido la idoneidad de catedral merced a alguna bula papal neolítica o a cardenal con posibles o vaya usted a saber qué prevaricación mediante. Pero catedral catedral, lo que en España entendemos por catedral, no me lo parece; ni siquiera la portada, que es lo más cercano a nuestras referencias en arquitectura sacra. Aunque, para reportaje de boda principesca en las televisiones de la cosa, qué duda cabe, da el tono. Claro que, para eso, igual lo daría la ermita del Rocío.
   Tras las fotos de trámite, bajamos, casi en caída libre, hacia el puerto. Previo paso por el famoso túnel de las carreras de Fórmula 1. En toda Mónaco, “famoso” es adjetivo consolidado, de uso común en cuantos la visitan. Ya nos arrulló antes cuando el palacio de figurín y la iglesia elevada a la condición de catedral. Y ahora surge de nuevo al transitar por el acerado de un túnel de complexión semejante a los miles de túneles del mundo por donde circulan coches. Lo de este es fama efímera, cuando eventualmente corren o berrean por él algunas especies exóticas de cuatro ruedas y nosecuántas cilindradas. Pero, por lo demás, epopeyas a tiempo parcial.
   Después al puerto. Había que bajar al puerto, al mismísimo muelle. En realidad, como se trataba de continuar el descenso, nada que objetar. Cuento con un nivel de curiosidad medio-alto y de catadura diversa, intelectual, artística, emocional, chismosa y hasta malsana.
   El problema, el mío por lo menos, surgió al enfilar el muelle. El calor nos había venido acosando desde el comienzo, pero mal que bien lo habíamos mitigado con ocasionales sombras del camino. Sin embargo, ahora, muelle adelante, no había edificio, árbol, parasol de cafetería o sombrilla de tenderete que ofrecieran un mísero cobijo. Bajo un sol incalificable, procuré acompasar una observación digna de aquellas embarcaciones, cual si pasara revista a una formación de centauros. Aunque presentía que ellas acostumbraban a devolver soberbias y displicentes el examen de quienes las miraban o admiraban.
   El recorrido llegó hasta la esquina misma del muelle. ¿No parecía exceso de celo turístico repaso tan exhaustivo de aquella exposición de la riqueza medida en eslora? Pues había un motivo para semejante travesía de calor y sudor al sol tórrido sol. Un motivo entrañable, perdurable, seráfico, proustiano cien por cien: un helado de fresa y turrón. Empeño personal de una compañera del grupo, la más joven, de andares fatigosos pero decididos. Se proponía rememorar con su pareja el sabor que degustaron en el mismo lugar años atrás a las dos de la madrugada. Tan arrobada expresaba el recuerdo que prescindió de la equidistancia entre aquellas dos de la madrugada y las actuales dos del mediodía. Qué dañina es a veces la evocación.
   Y ahora había que volver, volver y subir hacia las faldas monegascas.
   (Por si alguien pregunta: sí, pasamos por la famosa -famosa- curva de la Fórmula 1. La tienen puesta todo el año, y los coches pasan por ella a la misma velocidad que los ferrari..., es decir, muy despacio. Misterios de la épica.)
   Al parecer habíamos puesto rumbo al famoso -famoso- Casino de Montecarlo.
   Cuando llegamos, la puerta era un enjambre coral: curiosos con la entrada prohibida por vestimenta inapropiada o desdeñosos con someterse al examen del portero o recelosos de las ceremonias inéditas o simples ojeadores de ambiente, y en la cuerda de salida, radiantes o regalados o conmovidos o incoloros más algún que otro patético.
   Para mí era la primera vez que me encontraba a las puertas de un templo de estos. No me lo perdía, decidí entrar. Pregunté al grupo, respondieron con pañuelos enjugando el sudor, menos la interesada por mis cervicales, que enseguida secundó mi iniciativa.
   Entramos sin problemas. A ella el portero le dirigió una mirada de rayos X -más de X que de rayos- que evidenciaba..., pues eso. Y de mi aspecto, gesticuló como medianamente aceptable. Así que me permitió pasar, no sin antes advertirme algo en un francés demasiado atropellado para mis conocimientos, pero asentí como si tal.
   Apenas recuerdo algo de la sala de acceso. Sólo que era de tránsito, estaba desprovista de mobiliario y con las paredes cubiertas de grandes cuadros o mosaicos o murales con motivos ¿mitológicos?, ¿dieciochescos? No sé, me obligaron a dejar en consigna la cámara de fotos. Sí se me había quedado muy grabada, y aún la conservo, la mirada con que el portero obsequió a mi compañera de circunstancias.
   Este portero, ¡cuánto he de agradecerle! Sus pupilas activaron las mías. Y las puse a deliberar mientras apreciábamos la belleza exuberante y pastel de aquella estancia; quiero decir, ella, la de las paredes, y yo, la de ella.
   Lástima, el tiempo de un vapor, enseguida entramos al nervio central del mito.
   Una atmósfera difusa y verde, el acecho etéreo de las Furias. La condición humana girando en torno a una ruleta vitoreada o vituperada por los dioses. Miradas átonas y manos trémulas o hieráticas, titubeantes o decididas, tediosas o cínicas, exultantes, frustradas, anhelosas, cautas, todas rindiendo en el tapete sus fichas a los designios de las Parcas.
   “Rien n’a plus”, o algo así, entona el crupier. Noto que mi compañera de cervicales se agarra a mi brazo (“¡Mom Dieu!, me digo, dado el país) mientras sus ojos persiguen alertados la estela de la bolita que acaba de irrumpir en pista. Silencio tibio y expectante. La bolita rueda rauda y caprichosa, hasta que de pronto dibuja un quiebro gentil y encalla en una celdilla. Una cifra y un color, el fátum. Vaho de tragedia. El crupier estira el brazo hierático, y con mano afilada, experta y avara siega las fichas del tapete cual funesta guadaña.
   Mi compañera de cervicales relaja un suspiro y la presión en mi brazo, me mira, sonríe, encoge unos hombros traviesos y baja la mano hasta enlazarla con la mía. Le devuelvo el gesto entre sorprendido y fascinado. Compartimos el instante. Después comenzamos a retirarnos repasando el entorno, mientras poco a poco vamos volviendo cada cual a su realidad, las manos también.
   A la salida, algún reproche por la tardanza, del grupo en general y del marido en particular, que ella diluye pronto contando lo de dentro, aunque no todo -estuve pendiente.
   Aún me quedaba sufrir una última emoción, allí mismo, a la puertas de Casino, en la plaza circular, cetrina y narcisista que lo venera.
   Coches, coches, coches, perímetro engalanado de coches, desde los clásicos del cine mudo hasta los de rutilante actualidad. Sobrios, atildados, estilizados, académicos, flamígeros, apaisados, rotundos. Prosapia, charol, piel y cilindrada. Apuntes para una historia reciente de la ostentación. Y un reguero incesante de mortales destilando curiosidad o admiración o pleitesía o desdén o quimeras.
El reclamo más descarado de la fragua de ambiciones que hervía dentro del Casino y se erigía en el mayor monumento a la envidia de esta sociedad terminal.
   Tentaciones mil me asediaban por las grietas de la entereza. Huí el primero.

sábado, 28 de septiembre de 2013

BITÁCORA DE ESTÍO (5)

BUFÉ, EMERGENCIA Y EL BAILE DEL BARCO

El salón del bufé era un sinfín ávido y ferviente, de babor a estribor y tres cuartos de popa –calculo yo.
Tras varias zozobras e intentos fallidos, conseguí instalarme en el único asiento libre de una mesa para seis. No soy muy dado a compartir mantel con desconocidos, la verdad; pero la situación no se prestaba a remilgos. Y los otros cinco tampoco parecían un dechado de cordialidad, ni entre ellos, ni en conjunto. Si acaso, alguna pareja intercambiaba bisbiseos cifrados.
Tenía hambre, pura y llana, pero el apetito no me impidió entretener la mirada. Me encontraba frente al vomitorio de entrada. Una jovencita, atuendo de cocinera, gesto candoroso, sostenía entre sus manos un dispensador de gel acuoso, que ofrecía solícita a las manos de cuantos seguían acudiendo a saciar las primeras y primarias emociones. La chica casi se interponía en el camino, de manera tan sutil y ajustada que en cierto modo regulaba el acceso. Esa fórmula, intencionada o no, de acompasar y canalizar el tráfico, me proporcionó tal análisis que ríase usted de los estudios sobre Pilatos y su pantomima.
Lavarse las manos y, sobre todo, la forma de enjugárselas arriesga acto tan espontáneo que delata el estado emocional.
Me puso sobre aviso la imagen de un señor que rondaría los cincuenta años. En realidad, había reclamado mi atención por su vestimenta hawaiana, pero enseguida puse el foco en cómo se enjugaba el gel de las manos mientras avanzaba. Un revoltijo de dedos acelerados que se enzarzaban entre ellos con arrebato de gresca. Me perdí el final, el boscaje lo absorbió tres pasos más allá.
Con un regusto de insatisfacción y curiosidad seguramente malsana, volví a la aduana del gel. Prescindí ya de sexos y vestiduras. Qué importaba si fuera hombre o mujer, mayor, menor, intermedio o intemporal, vistiera acorde, a la moda o al gusto. Lo relevante radicaba en las manos, en su interacción con el vértice anímico del individuo concreto, gel de dispensador mediante.
No me defraudó el instinto.
Una secuencia tras otra, vi pasar manos que se frotaban vivarachas, o reptaban entre sí supurando sensualidad, o se repasaban inquietas en un pálpito de ilusión, o engarzaban dedos trémulos, o resbalaban entre ellas con prudencia o indolencia, o se acariciaban como protegiéndose, o se relamían en escorzo radiante, o tramitaban una costumbre, o se restregaban como despabilando el sueño de un anhelo, manos disolutas, azarosas, litúrgicas, diligentes, fariseas, ufanas, manidas, presuntuosas, acarameladas, escépticas, bulliciosas, lánguidas, complacientes, avaras. Cada cual, cada par, avanzando hasta mimetizarse con el paisaje.
Al cabo, el dispensador descansó, o se agotó, o desapareció. Y volví en mí, o a mí. Fue cuando advertí que había terminado de comer hacía tiempo. Y busqué mis manos. Las encontré recogidas en el regazo, fascinadas.
Me sentía saciado.
Miré alrededor. No recordaba si mis circunstanciales compañeros de almuerzo eran los de antes u otros, aunque la mesa seguía completa. Narcotizado un poco todavía por mi ebullición mental, me levanté y me despedí con cortesías de baja intensidad.
Al salir, la chica del dispensador permanecía allí, si bien en un lateral, aunque lista para atender a los rezagados. Le dirigí una sonrisa de agradecimiento, que ella correspondió en los mismos términos. Claro que, a saber a qué nos referíamos cada uno.
¿Y ahora? Son las cuatro de la tarde.
Como faltaba una hora para la emergencia programada –simulacro de cómo organizar civilizadamente el sálvese quien pueda- fui a localizar el camarote. Allí estaba el equipaje esperándome en la puerta, solitario y digno. Sobre él un folleto de instrucciones para el simulacro de emergencia.
“Uff –pensé satisfecho- parece que la organización funciona”. Abrí con la tarjetita-salvaconducto y entré el equipaje como quien lleva de la mano a un hijo encandilado. Somera revista del habitáculo y evaluación provisional: equivalente a la habitación de hotel de cuatro estrellas, salvo las estrechuras del cuarto de baño. El balcón, espacioso, con mesa y dos butacas tipo bar de copas, circunstanciales vistas a Montjuich -es que el barco aún no había zarpado-. Y me dispuse a instalarme.
Abrí el maletón y esparcí su contenido en la cama. Es la costumbre, así me resulta más fácil repartir ropa y demás enseres por armario, cajones, etc.
Apenas había iniciado el proceso, cuando comenzó a resoplar la sirena del barco, anginosa y persistente. La emergencia anunciada. Inmediatamente recordé el guión y asumí el papel: abandoné el revuelto de la cama –bien que a mi pesar, manías de uno- cogí la tarjeta de los mil accesos, puse cara de pánico, comprobé un momento ante el espejo si efectivamente respondía al trance y salí de aluvión. Con cuanta premura alcancé a impostar, me dirigí a la cubierta cinco –según folleto-. Por las escaleras, por las escaleras, nada de ascensores, peligro.
Pero, no sé. Me temía otra presión. Había tráfico de gente, sí, pero ni barullo, ni aglomeraciones, ni rostros de inquietud siquiera. Más parecía que acudían de paseo al reclamo de un juego de rol desnutrido, con regustillo de intriga quizás, pero sólo por novedoso. “Verdaderamente –pensé, o reflexioné-, uno no participa en un naufragio todos los días, a qué tanta prisa”. Así que relajé mi exceso de simulación.
El crucerista es un ser confiado. Seguramente atesora la aventura en algún rinconcito de su corazón, pero rehúye contingencias de riesgo. Si acaso, en forma de pincelada, condimento o guarnición, como el brócoli caramelizado o algo así. El crucerista desdeña la diligencia, los avisos desmedidos y que le prohíban el uso del ascensor. Se deja guiar, pero sin agobios ni urgencias. Trastea el móvil mientras camina -en esto no se diferencia del resto de los mortales-. El crucerista oye, más que escucha. Aunque de natural acomodaticio, su conducta laxa interpreta las normas como simples sugerencias.
Por el camino había empleados revestidos de chalecos reflectantes –franquicia de autoridad subsidiaria siglo XXI- organizando, los de tal por aquí, los de cual por allí. Pero con los nervios acicalados, como el portero de cine que amablemente te pide el tique para indicarte la sala de proyección de tu película.
Llegué al sitio. Un salón enmoquetado con barra de cafetería en el círculo central. Los más avisados o previsores disfrutaban de nobles butacones. El resto, en sus conversaciones a pie de espera.
Al cabo, reclamó la atención de los cientos de presentes una pantalla de plasma, cuarenta y dos pulgadas, que colgaba en un ángulo del salón. Desde la esquina donde me encontraba sólo percibía el resplandor de los cambios de plano o secuencia. El sonido sí, la voz modulada que comenzó por explicarse en inglés, después en español, alemán, francés y algún idioma asiático –chino o japonés, no los distingo bien-. Profusa y dilatada exposición de qué hacer en caso de pasar del simulacro a la temible realidad. Terminó agradeciendo el interés en todos los idiomas y aclaró que, para quien quisiera repasar la lección, el mismo vídeo estaba disponible en la televisión del camarote, zapeando desde inicio, etcétera. Acabáramos.
La dispersión fue lenta, como reanudando el paseo interrumpido, y tibia, ajena a aquel aluvión de advertencias enlatadas.
Regresé al camarote, para reanudar la tarea que había dejado desparramada y pendiente encima de la cama. Sin apremios, entre intuiciones o sospechas, calibraba el sabor de las horas y los días venideros.
Después acudí a proa, presencié en primera línea cómo zarpaba esta ciudad flotante, sobrepasaba la bocana del puerto y se deslizaba serena, pero resuelta y orgullosa, hacia la línea del horizonte. Absorto en aquella visión, no conseguí arrancarme un verso de infinito.
Evocaciones non natas, suele ocurrir en almas sensibles y despiadadas, señuelo de alerta o algo parecido. La coraza se funde y fragilidad al desnudo. Luego, recomposición de vergüenzas, un retoque, y hasta la próxima.
Antes de la cena había espectáculo en el teatro. Allá que fui. Coreografías de musical americano, entre danza y circo. Justo cuando el trompeta, en un alarde de innovación o dificultad, soplaba clave de sol –supongo- por la pata hueca de una silla de metal, comencé a sentir una especie de mareo, como si, aun estando sentado, mi cuerpo perdiera estabilidad, consistencia vertical, algo. Una vez, dos, en escasas décimas de segundos, tres, cuatro. No había probado una gota de alcohol.
Como la sensación no era agobiante, pero persistente, me atreví a preguntar a la señora de al lado:
-Perdone, no he bebido nada, casi ni agua. ¿Son mis cervicales?, ¿o es que el barco se mueve?
Me concedió una respuesta de conmiseración:
-Pues mire, creo que no debe preocuparse por sus cervicales.
Así que era el barco. Una danza sutil, en cadencias caprichosas, contrapunto a las cabriolas simétricas y trepidantes que fosforescían por el escenario.
¿Qué piensa un neófito como yo en estos casos? Pues claro, será lo normal. Al fin y al cabo, a un barco, por colosal y soberbio que parezca, el mar puede bajarle los humos.
Ya lo creo que se los bajó. A la media hora, mientras el escenario seguía en sus fulgores como si tal, el patio de butacas se divertía -es un decir- con el vaivén creciente de su moqueta. Corrían risillas entre divertidas y nerviosas. La mía, desde luego más nerviosa que divertida, mucho más.
Al fin, terminó la función. Pero no el baile del barco, que incrementaba el compás y descabalaba los pasos de los espectadores al abandonar sus butacas. La salida del teatro se me antojó una sinfonía de andares desafinados, interpretados por el común como si volvieran de una juerga. Pero en mi conciencia burbujeaba algo parecido a la desazón. Casi suspiraba por que todo se hubiera reducido a un problema de mis cervicales.
Sin embargo, no tardé en recuperar cierto sosiego. La megafonía de avisos permanecía callada, ni yo advertía signos de alarma, ni entre los pasajeros, ni entre la tripulación, ni entre el personal de servicios y camareros que cubrían la cena, a pesar de sus improvisados malabares a bandeja repleta.
Por si acaso, me pedí una botella de vino para cenar. Cuando terminé, comprobé que mis piernas respondían al mismo desequilibrio anterior. Descarté la evidencia, nada de cervicales, abandoné recelos e improvisé una variante castiza: que le quiten lo bailao al barco, ese zarandeo, por favor.
Cuando me acosté, la cama bailaba, por supuesto, pero vaya usted a saber por efecto de qué. Y dormí plácidamente.
 



domingo, 1 de septiembre de 2013

BITÁCORA DE ESTÍO (4)

¡BIENVENIDOS A BORDO!


   Ese era el título que figuraba en el primer boletín informativo del barco. Aunque a mí, estas efusiones enlatadas… 
   Más me pareció un abordaje, desde el mismo momento en que el taxi me dejaba a pie de crucero. En cuanto bajé, un chico uniformado con chaleco reflectante se abalanzó a mi equipaje:
   - Una maleta y un portatrajes, esto es lo suyo, ¿no?
   Apenas asentí, apremió:
   - ¿Trae las etiquetas de identificación para ponérselas? Si no, nosotros…
   Me contagió las prisas:
   - No, no, las traigo.
   Abrí el bolso con manos de tableta, rebusqué, saqué las dichosas etiquetas y casi me las quita de las manos.
   - Déme, se las pongo con esta grapadora, –lo hace con una precisión que me anonada, y añade- la entrada es por allí. El equipaje lo encontrará usted en la puerta de su camarote. Lo sabe, ¿no?
   - Esto… sí. Gracias.
   Por fin encuentro margen para pagarle al taxista, y cuando me vuelvo han desaparecido el equipaje y el chaleco reflectante.
   Me resigno, confío en mi suerte y en lo que supongo la fila de entrada al `por allí´.
   Un control, bolso en los rodillos y arco con clásico detector de pitada aleatoria. Lo paso, recojo el bolso. ¿Y ahora qué?, La cadena de inercia se me había desmadejado tras el control. ¿Dónde hay otro allí?
   Ahí me detuve. Para estos casos, lo mejor, inspiración profunda, una vez, dos, acaso tres. Hasta hacerte con el entorno.
   El crucerista es un ser permeable a los códigos de temporada. “Que lo pases bien”, le han deseado. Y él acude con la intención engastada en el rostro.
   El crucerista, alma propensa a la emoción del escenario, asume dócil el rito preliminar. Colas y colas de gente, calmas o febriles, manufacturadas, en carriles de cintas extensibles. ¿A cuál de ellas incorporarme? Check-in impoluto cual patente de corso. Por dónde y cómo.
   Poco más de diez minutos para acceder a una especie de mostrador donde comprueban datos, fotografían tu rostro expectante, cámara de unicornio, y te entregan con sonrisa comercial la inefable “sea pass”, preciada tarjetita multifunción -acceso al santuario, a tu camarote, etc.-, exótica sustituta del dni durante el crucero.
   Y sigues la estela de anhelo cofrade. Pasas por aquí, subes por ahí, y ya estás a bordo. ¿Seguro?, porque yo no veo agua, digo mar, por ningún lado.
   Una especie de amplio salón de bodas con aderezos estándar. Una multitud disforme deambula por él, quienes van, quienes vienen o vuelven, en grupo, en parejas o sueltos, con risas de satisfacción, gestos de complicidad o cara de ¡oh!, ¡ah!, quienes saborean una copa de champán como avistando promesas.
   Nueva inspiración profunda. El crucerista es un ser tierno y vulnerable.
   Por mi asombro andaba, cuando una chica con uniforme de azafata de congresos, bandeja en mano, semblante de bienvenida, me ofrece solícita la copa programada.
   - Sí, claro –no me entiende, pero aclaro derramando una mirada de agradecimiento.
   Enseguida afronto el espacio y el ambiente. Adopto una pose madura, indulgente, aventuro pasos confiados, de toma de posesión, con estudiada negligencia en la forma de sostener la copa.
   Hasta que la condición humana me advierte: son las tres de la tarde y sin comer. Cual necesidad que por momentos se convierte en urgencia.
   Me revuelvo y avisto a un señor con chapa al pecho y traje de pertenecer al staff. Me apresuro hacia él y pregunto sin previos:
   - ¿Habla español?
   - ¿Cómo no? –me atiende con acento latino, creo que de Miami, y amabilidad de crucero-. Dígame, señor, ¿qué desea?
   Vamos bien, en español, que no quepa duda –pensé complacido.
   - Comer –respondo con cierta cautela.
   - El buffet está en la cubierta 14. Los ascensores, aquí a la vuelta. Sin problemas.
   Intercambio de cortesías y tal.
   Llego en tres minutos, y allí… Esta manía de observarlo todo

jueves, 8 de agosto de 2013

BITÁCORA DE ESTÍO (3)

 PRELIMINARES DE AGENCIA

    - Sí, un crucero, perfecto, ¿pero cuál?, ¿y para qué fecha? -la chica de la agencia pregunta con amabilidad reposada y postiza. 
    Reprimo un ligero desconcierto, porque la propaganda ya la traía de casa y se la había puesto encima de la mesa. Aunque lo de la fecha, pase.
   - Agosto, claro –respondo escueto.
   - Bien, señor. Espere un segundito, por favor.
   Abre la revista objeto de mi deseo, se pone a rastrear hojas y hojas, con mirada experta. A salto de página, dobla un pico, anota en papel aparte, me concede una sonrisa profesional y sigue. En algún momento intento frenarle la eficiencia desmedida y carraspeo un inciso:
   - Con que compruebe si el que le he dicho, en agosto…
   Ni caso. Permanece concentrada en su trajín de páginas.
   Hasta que al cabo de cinco minutitos largos, me levanta toda la mirada y asegura, no sé si con satisfacción o recelo:
   - Creo que tengo lo que busca.
   - Dígame –sigo en plan lacónico.
   Mi pregunta parece que le suena a banderazo de salida. Porque inmediatamente despliega un torrente de bondades, ventajas, excelencias, comodidades, revelaciones, desahogos, garantías, diversiones, pronósticos, incluso augurios, de mi crucero favorito, el que ya le llevaba elegido.
   Sí, he mantenido el tipo y soportado sus desbordes con rostro de turista fascinado (cuestión de mi sistema inmunológico). Y después he vuelto a la casilla de salida:
   - Ya le he dicho antes que era el que me interesaba. ¿Pero en agosto?
   No me responde inmediatamente, claro. Pone cara de, qué sé yo, de despiste o algo así, y se acelera a la mesa desmadejando papeles, hasta que se detiene en uno, hace como que lee con atención y nerviosea una respuesta:
   - Ah, sí, era su preferido… je, je.
   Consulta hacia otro lado de la mesa y añade un aleluya:
   - ¡Sí, en agosto! ¡Por supuesto!
   La sonrisa le ha llegado hasta los bordes de su melenita bermeja de rizos revueltos y juguetones. Mientras la mía queda en rictus de conmiseración.
   Silencio neto y cruce de miradas de interrogación. Hasta que ella rompe la tregua con otro “un segundito”, gira hacia el ordenador y se pone a fustigarlo con el ratón. Al cabo, anuncia:
   - Aquí está.
   - ¿Sí?
  - La fecha, el itinerario, las condiciones, todo. Salida de Barcelona –está embalada-, escalas en Villefranche, Livorno, Civitavecchia…
   De pronto, para en seco, mascullea la lectura de la pantalla y me pregunta:
   - ¿Cuántas personas serían?
   - Supongo que las que quepan en el barco, ¿no?
   - Je, je. Es usted… Le pregunto si iría acompañado o…
   - No –atajo.
   - De modo que un camarote sólo para usted, ¿verdad?
   - Efectivamente.
   A partir de aquí interpretamos un diálogo tipo test, en el que se fueron precisando fechas, escalas, tipo de camarote, características del barco y sus servicios, forma de pago y otros etcéteras. Hasta que ella, semblante de profesión, plantea:
   - ¿Qué le parece?
   Permanezco un momento como pensativo, pero en realidad ando distraído en las volutas inquietas de su cabello. Me traiciona un amago de ternura, pero no consigo apearme del tono circunspecto, y respondo:
   - Muy bien.
   - Entonces, si le parece...
   - Hacemos la reserva.
   - ¿Ya? –las pupilas dilatadas.
   - Claro –los párpados firmes.
   - Perfecto, genial –rostro de euforia reprimida.
   Desde este instante iba y venía de la pantalla del ordenador a mis datos. Atención de doble eje que confluyó en la tecla imprimir.
  Cuando se levantó camino de la impresora confirmé mis presagios, su talle no desmerecía, jo, ni su culo.
   Después me vi obligado a prescindir de quimeras. Había plantado ante mis narices una resma de folios para firmar.
   No me fastidió tanto la cantidad de rúbricas necesarias, como la sensación de corderito abducido por el tintineo de la esquila. La chica de la agencia, bic en ristre, iba marcando resuelta con equis imperiosa dónde firmar, aquí, y aquí, y… donde pone cliente. Debía de formar parte de su manual de atención al público. Así que, como me agobiaba con tanta precisión, me permití una bordería:
   - Sí, claro, ya lo deduje hace tiempo: cliente es igual a equis.
   Lo reconozco, tuvo reflejos:
   - Perdone, señor. Era por facilitarle… -vocecita apagada y bolígrafo en retroceso.
   Le concedí un gesto de comprensión y seguí firmando, ya sin su seguro de asistencia. Hasta el final.
   - Listo –declaré con soplo reconfortante.
   La chica me miró con rostro curtido en impertinencias. Se permitió uno de esos segunditos suyos. Y luego preguntó con cortesía técnica:
   - Antes de confirmar la reserva, ¿no va a leer las condiciones?
No respondí enseguida. Esos mechones confusos, que intuyo convulsos, el marco de su sonrisa perdida, el recuerdo de su talle sutil y de su... Me reprocho alguna obscenidad latente, ahuyento delirios, bajo a los folios y barajo con desgana el reguero de firmas.
   - Confío en su información.
  Qué menos que compensar mis insolencias, perpetradas seguramente más de pensamiento que de obra. Y además, cualquiera afronta esos contratos con letra de fuente hormiga y tamaño ocho, o menos, que dejan en entredicho la pericia de tu oculista.
   Poco más reseñable hasta la despedida. Si acaso, que, como tuvo que levantarse para ir a la impresora, la imaginación se me fue tras sus tacones, sutilezas arriba, hasta… hasta que volvió.
   Entrega de documentos, intercambio de agradecimientos, que lo pase bien y saludos cordiales.
   Cuando salí de allí, llevaba el crucero en la imaginación y en la tarjeta de crédito.

jueves, 1 de agosto de 2013

BITÁCORA DE ESTÍO (2)

 ALUVIÓN Y DESCARTE


   La ensalada de arándanos tendrá que volver a esperar.
  Y mucho más el balneario espiritual que regenta mi amigo. Que me ponga en lista de espera, me ofrece, con ese tono lechoso que tanto me desquicia. Ni hablar.
   Insatisfacción, venganza, borboteo. Resuelto y febril.
  En tres días, cuatro agencias de viajes, diecinueve propuestas, o treinta, o qué sé yo, cuarenta y dos. Repartidas por todas las mesas, mesitas y homologados de la casa. En el estudio, en el salón, en el comedor, en el dormitorio, en la cómoda de la entrada, pero el grueso en la mesa de la cocina. La mesa de la cocina es mi base de operaciones (las manías siempre tan difíciles de explicar). Folletos, dípticos, trípticos, cuadernillos e incluso mamotretos satinados en papel seducción.
  Pero, eso sí, clasificados. De otro modo, se haría imposible la decisión. En el estudio, eventos culturales (y anda que no me fastidia el manoseo que se traen los incultos con la palabra eventos). En el salón, playas de variado calibre. En el comedor, lugares de calificación exótica. En el dormitorio, hoteles de alto entorchado. En la cómoda de la entrada, turismo rural. Y en la mesa de la cocina una miscelánea sugestiva, la fibra que vibra.
 Al sexto día ya he honrado copiosamente el contenedor para reciclaje de papel. Apenas me queda en el estudio algún programita de teatro, un par de playas de guirnalda o cubata en el salón, guarniciones de luna llena en el comedor, dos camas de caviar en el dormitorio, y un sendero de maleza en la cómoda de la entrada.
 Queda la mesa de la cocina, aún si espulgar. Una cerveza recién sacada de la nevera y comienza la selección. Poco a poco voy despejando y acumulando por afinidad en montoncitos capitales y ciudades, individualmente o agrupadas en circuitos, viajes a tierras santas, laicas, ateas o profanas, rutas de safaris sexuales o de rifle, festivales de fauna diversa, alpinismos y espeleologías, world y sus tantos cuantos derivados, y cruceros. ¿Cruceros?
  Cruceros. Momento burbujilla de curiosidad. De unos años para atrás, con la vuelta a septiembre flamea un hervidero de elogios que convergen en un crucero rehostidisíaco. Tres revistas con portada a toda plana y color de sendos buques, uno a vista de pájaro seductor, otro a vista de pez angustiado y otro a vista de litoral. Elijo esta tercera, se me antoja la menos metafórica y agresiva.
  Ojeo, intrigado pero escéptico, receptivo pero crítico, romántico pero avizor, o sea, mismamente yo. Promesas, garantías, confort, elegancias, fotografías de colores promiscuos, de Venus y Adonis metamorfoseados por edades en formato flash, sobre hamacas de bronceado, en coctel de sonrisas prefabricadas, junto a manteles de finas hierbas o camas afrutadas, y siempre bajo un sol mate, meloso y sugestivo o una luna con ramas de plata sobre el oleaje plácido y alfombrado del mar sempiterno.
  Levanto la mirada hacia el pensamiento y cedo a la posibilidad. Y, claro, lo previsible, el sistema inmunológico me activa la función analítica y focaliza el dilema: ¿experiencia válida, inútil, descabellada? Acepto válida, pero me exijo mayor precisión: ¿provecho intelectual o cultural?, ¿interés sociológico?, ¿patrimonio intangible de la humanidad?, ¿transgresión?
  Advierto que me he ido deslizando hacia… Cuando la ocasión de transgredir se hace carne, sucumbo. Paradoja o no, mi sistema inmunológico funciona así. ¡Y le debo tanto!
 Allá cada cual con su concepto de vulnerar normas o convenciones. Para mí, enrolarme en un crucero violenta alguna que otra cosilla antiburguesa, prejuicio, grima, enajenación (en su significado más etimológico), malversación ideológica… A saber.
  Uno va por la vida frustrado a golpe y golpes de coherencias, y de pronto, la oportunidad.
  La transgresión me puede.
  Decidido, un crucero.

domingo, 21 de julio de 2013

BITÁCORA DE ESTÍO (1)

SIN PROGRAMA


   Es mi sino, torpeza o hobby. En cuanto llega el primero de mayo empiezo a mirar para atrás, un día y otro, veinte, treinta, hasta por lo menos mediados de junio. Creo que por deformación profesional o trauma subterráneo. Que lo aclaren otros. A mí me da que sufro una reacción instintiva: volverme para conseguir perspectiva y analizar, un recuento similar al tópico de la nochevieja, bueno, malo, relativo o en blanco. Y claro, las leyes de la gravedad no perdonan, andas hacia delante con la vista atrás, te das de bruces con el poste del termómetro, cuarenta grados a las dos de la tarde, ¡coño, estamos en julio!
   El verano, la amenaza cíclica. Y el ritual de opciones.
  La tentación recurrente, este año no me muevo del aire acondicionado, voy a mimar su regulador hasta el frenesí, las yemas de los dedos acariciando hasta liberar los centígrados más bajos. Leer, escribir, sestear y comer precocinados y la ensalada de arándanos pendiente.
   Aunque lo de pendiente es la trampa. Temible adjetivo. Suele colarse cuando andas pergeñando una decisión. Desestabiliza lo suyo, porque desempolva antojos, incógnitas o ensueños. Sobre todo para un espíritu impresionable, renuente, estresado y versátil como el mío.
   A la más mínima evocación, se me difumina el propósito inicial. Como este verano, que ha vuelto ha punzarme el recuerdo de mi amigo Braulio, el abad del monasterio de… (omito la advocación para evitar publicidad, mis razones tengo).
   Nuestra amistad se fraguó allá por la adolescencia, durante el noviciado que compartimos. Luego, mientras aquel compañero del alma en noche oscura ha permanecido en su santo hábito (y ha hecho carrera con él, ya digo, abad por el momento), mis fantasías pronto derivarían hacia otros hábitos. Pero la relación ha perdurado a lo largo del tiempo, con encuentros ocasionales y últimamente con llamadas telefónicas de tarifa plana, cada vez más frecuentes y de sabor dialéctico.
   Así que, hace unos días, no sé si con las defensas desguarnecidas por un golpe de calor, lo reto a que mantenga su oferta del mes pasado: recluirme quince días en el monasterio, disfrutando de su silencio, compartiendo el rumor del gregoriano, el sosiego de la meditación, el refectorio frugal y la cama de mármol acolchado, y lo más importante, sin injerencias de proselitismo bíblico.
   Su respuesta ha sido demoledora. Esperaba excusas a la altura de los reproches que me viene haciendo, silogismos perversos, practicismo relativista, nihilismo latente, anticlericalismo clásico, panteísmo negativista, agnosticismo fraudulento y no sé cuántos conceptos oscuros de esos que fabrican los suyos.
   Pues nada de eso. Overbooking, va y me suelta (se ve que los frailes también se reciclan). El monasterio había colgado el cartel de completo para toda la temporada. No cabía ni un alma descarriada más. Todas las reservas confirmadas. ¿Cómo voy a hacerle publicidad encima?
   A modo de despedida, lamenta que de momento no pueda darme cobijo en su redil. Como percibo cierta sorna en sus palabras, mantengo el pulso y le responsabilizo de mis pecados de este verano.
   Descartado el purgatorio, abro el alma a otras sugerencias. Aun a sabiendas de que en estos casos, cuando clico actualizar, la nube de opciones no falla: por entre mediterráneos, cantábricos, algarves, caribes, islas, orientes, ciudades de imperio, de imperios o del imperio, se erige destacado el nombre de mi pueblo (si será temible el adjetivo pendiente).
   ¿Ferragosto en mi pueblo? Años llevo postergándolo. Quizás el verano que viene, concedo y aplazo, con cariño y sin convicción. O con un anhelo tan condicionado…
   Sí, voy por allí, y lo piso con fervor. Aunque sólo visitas circunstanciales, no obligadas desde luego, sino por el sentimiento hacia quienes las motivan.
   Pero una temporada larga y plácida, donde evocar ancestros y reavivar emociones y amistades y afectos… No, todavía no. No he alimentado el mito de mi pueblo desde la ausencia y las ausencias, para que en tres días me lo destruya una mala carcoma aún sin fumigar.
   No, hay más opciones, seguro.

lunes, 13 de mayo de 2013

RELATOS DE UN NEURÓTICO ya está a la venta:

En Córdoba: LIBRERÍA UNIVERSITAS Y LIBRERÍA LUQUE.

Online en "PAPELES DE LE RUMEUR EDICIONES". Contacto: lerumeur@hotmail.es

lunes, 29 de abril de 2013

RELATOS DE UN NEURÓTICO


 BERNARDO RÍOS

EN EL ACTO DE PRESENTACIÓN


   Dicen, curiosa y felizmente, que la literatura es una forma de contemplar el mundo, y, al mismo tiempo, una forma de vernos a nosotros mismos, en los espejos de las palabras que nos retratan. Pero cada espejo tiene una forma de reflejar; por eso, aunque creamos que, por haber leído mucho, ya lo conocemos todo, eso es incierto, pues el caudal de ese río es inagotable: surgen siempre nuevos enfoques, nuevos matices, nuevas esquinas en ese deambular que es el azogue de la palabra.

   Sí, literatura; eso es lo que nos da este “Relatos de un neurótico”, primer libro impreso de Ricardo Santofimia, que, desde su profesión de profesor –“ex” desde hace unos añitos, pocos todavía-, se ha dedicado a la escritura literaria, a ese gusanillo que te va retorciendo las entrañas y que no te deja parar hasta que no tropiezas dichosamente con unas historias. Ricardo nos da un personaje –quién sabe si más de uno, quién sabe si nosotros mismos podemos ser ese personaje, o parte de él- que se retrata a sí mismo en las neurosis –no olvidemos que el término nos remite a una inestabilidad emocional-, en las maneras desequilibradas en que la vida nos coloca a veces. Qué digo a veces, siempre. Lo que pasa es que unas personas notan más que otras tal enajenación; y ese neurótico de Ricardo se encuentra en constante inconsistencia o vacilación, se palpa en un dilema existencial, que se le plantea porque, como dice uno de sus protagonistas, “llevaba una vida feble”, algo que bien podría aplicarse, con variantes, a las demás caras del personaje, vistas en los otros relatos, en las que apreciaremos el perseverante reproche hacia una serie de usos sociales.

   Son historias todas que relacionan, como no podía ser menos, a un personaje normal y corriente con su manera de ser, con su manera de vivir, con su percepción de esa realidad en la que se encuentra; es decir, en el fondo, un cierto modo de existencialismo late en todos los relatos, pero, cuidado, sin la gravedad que a veces queremos ver en la idea encerrada en esa palabra, en ese concepto, a pesar de que algunas veces pueda parecerlo: Llevamos una vida ramplona, sin complicaciones, sin entusiasmos, sin pasión ni angustia, una vida que adora el espejo y desprecia la fantasía, que mira hasta donde alcanza la mano y sólo escucha la confidencia infiel. Yo he llegado al punto de saturación, y quiero alterar la línea de mi existencia, ridiculizar la trama, o salirme de ella, o vivir otra. Revolución, transformación, ponga la palabra que quiera, una de estas o cualquier otra. Son palabras del protagonista del primer relato.

   Pero es el estilo lo que primero nos llama la atención; el estilo como tratamiento literario, como “perspectiva”, como punto de vista, como significado: un estilo que, utilizando como materia al hombre común, con sus neurosis, para establecer la propia relación de uno con la vida, se constituye como la plataforma desde la que vislumbra el entorno; en todas las historias, ese lenguaje, esa precisión lingüística, que se transforma muchas veces en “afectación expresiva”, impregna el ambiente; y está concebida en un plan muy consciente, como una forma de “definir” críticamente esa realidad. Al fin y al cabo, pocos se plantan ante el lenguaje como lo haces tú, como lo hacen tus personajes; pocos describen así: Una mujer difícilmente al alcance del macho común, que se detenía en exceso y hasta el exceso en sus piernas y caderas, ralentizaba en el pecho rebosante y promiscuo y, si acaso aventuraba un reojo a la cascada rubia de sus rizos corintios y voluptuosos; o así: Le salieron grafías de salpicón y tiritonas, de premuras y sospechas, trémulas, magmáticas, ceremoniosas, cuellilargas, cabizbajas, paticortas, timidillas, engolfadas, reprochonas, atildadas, descabaladas, encabalgadas, filibusteras, desconcertantes todas. Vemos, a poco que nos fijemos, la incontinencia verbal de Ricardo, de su personaje, que lo es no gratuitamente, sino en función de ese que llamaríamos análisis crítico-irónico-cachondo de la realidad. O sea, un existencialismo en el que lo prosaico de la realidad aparece transfigurado sarcásticamente por el lenguaje; un existencialismo en el que aparece una conciencia estilística, una conciencia literaria, para contemplar la vida, incluso con breves apuntes sobre las personas, la enseñanza, las relaciones, la religión, o la literatura.

   No quiero dejar de poner otro ejemplo de “imitación” del lenguaje modernista (con, en algún momento, ecos de García Lorca), con el que, en el tercer cuento nos va señalando el paso del tiempo, siguiendo los pensamientos y sensaciones de su personaje; nos va diciendo a lo largo de algunas páginas:

   La tarde reivindicaba su claror otoñal o primaveral de contrastes, llagas, urdimbres y convenciones.
   La tarde rociaba de azul flemático un légamo de hiel.
   La tarde remansaba coloraciones de adagios en flor.
   La tarde divagaba sobre tonalidades y hechicerías del acervo.
   La tarde objetivaba azules y amarillos templados.
   La tarde emitía destellos inéditos.
   La tarde descomponía una bandada de pájaros grises.
   La tarde navegaba por un sopor desvaído y lánguido.
   La tarde fundía sus últimos retazos en las sombras y agüeros de la noche.

   Si leemos atentamente los cuentos, entendemos que nadie, o casi nadie, actúa de la manera en que lo hacen sus personajes, con esa radicalidad (uno se hace un lifting, así, de pronto; otro toma una decisión drástica y dramática; aquel comienza un camino para olvidar, un camino de desmemoria; este quiere redimirse, o, como él mismo dice, “violentar su línea existencial”; uno más se encuentra con su novia eternamente repetida, como una especie de pesadilla); pero es ahí precisamente donde reside la extraña fuerza de estos cuentos: en que esos comportamientos son las neurosis de nuestro tiempo, llevadas a un extremo a veces grotesco, para revelar incongruencias, absurdos, desfases…; en definitiva, para que veamos cómo el mundo es una permanente simulación, en la que no cabe la visión trágica, sino la cómica, o la ridícula, o la grotesca. 

   Todo lo que yo pueda decir no es sino un corto retrato de estos cuentos, que, como he intentado –no sé si logrado- transmitir, hay que leer, porque no soportan un resumen tradicional; como no lo soporta la literatura. Como esta literatura de Ricardo Santofimia.

                     Bernardo Ríos

jueves, 18 de abril de 2013



CORRECCIÓN URGENTE SOBRE LA PRESENTACIÓN DEL LIBRO

RELATOS DE UN NEURÓTICO

EL ACTO DE PRESENTACIÓN FIJADO PARA EL MARTES 23 DE ABRIL

SE CELEBRARÁ EN

SALÓN DE ACTOS DEL IES MAIMÓNIDES (C/. Alfonso XIII, 4)

A LAS 19 HORAS

(NO en el Salón de Actos Cajasur a las 18 horas)

lunes, 15 de abril de 2013

FERIA DEL LIBRO DE CÓRDOBA 2013

Martes 23 de abril a las 18 horas

Salón de Actos Cajasur (Bulevar de El Gran Capitán)


presentación y firma del libro                          

RELATOS DE UN NEURÓTICO

Autor: Ricardo Santofimia Muñoz

Presenta: Bernardo Ríos              

Ed. Papeles de Le Rumeur           
           
FERIA DEL LIBRO DE CÓRDOBA 2013
Martes 23 de abril a las 18 horas
Salón de Actos Cajasur (C/. Reyes Católicos)
Presentación y firma del libro RELATOS DE UN NEURÓTICO
Autor: Ricardo Santofimia Muñoz 
Presenta: Bernardo Ríos
Editorial Papeles de Le Rumeur

domingo, 7 de abril de 2013

EL TÍTULO


   Desde luego, no lo tenía previsto. Un defecto que me persigue desde la más angustiosa pubertad: olvido la evidencia, o quizás la soslayo o, no sé, la descarto. Y sin embargo, el consejo o aviso era de cajón.
   Quiero aclarar antes, enseguida, que también adolezco de certezas, de ahí mi continuo recurso a precisar imprecisiones. Esto se me ha acentuado con la edad. Claro que tampoco tengo claro si se trata de defecto o virtud.
   Aunque, sinceramente, eso de la “angustiosa pubertad” es pose con pretensión dramática, o quizás romántica; porque tampoco es que me haya preocupado en exceso pasar por alto según qué, nunca. Y lo de “me persigue”, pues suena a pretencioso, ¿no?
   Pero lo reconozco, sustraerme a la lógica, a los procesos mentales con desembocadura obvia e inevitable, no deja de ser un defecto. Más que nada, porque me ha creado –me he creado- más de un problema. Como para sentirse orgulloso.
   Me da que es cuestión de estructura mental, o quizás neurológica, o algo así –tampoco voy a echar la culpa ahora a los jesuitas que me educaron-. Tan interiorizada tengo la tendencia por lo sublime que descuento lo sencillo, si bien con frecuencia asimétrica.
   En realidad –hay que reconocerlo-, prescindir del escalón inicial acarrea resultados impertinentes, inconvenientes, invalidantes. Pero casi me atrevo a asumir que no es mi caso, porque con frecuencia no salgo de la neurona primaria. Desconozco si me pasa como a todos, o a muchos, o a algunos, o a ciertos algunos.
   Es verdad que a veces, si me encuentro despistado, o divagando, o qué sé yo, me escurro de mi realidad y doy el salto en el vacío sin medir las consecuencias. Como me ha ocurrido ahora, o ayer.

   - Bien que es un libro de relatos, pero habrá que ponerle un título, ¿no? –me dice.
   - Pero cada relato tiene su título, ¿no es suficiente? –le digo.
   - No parece, lo normal es que el libro lleve un título general –responde.
   - ¿Y no basta con poner en letras muy grandes “Relatos”?
   - Puede, pero resultaría muy poco atractivo. Mejor piensa un título para el conjunto. Una expresión o palabra que caracterice a la totalidad, que los agrupe en una idea o motivo común. Tira de imaginación; pero con cuidado, no desvaríes demasiado, que te conozco.
   - De acuerdo. No estoy seguro de conseguirlo, pero voy a intentarlo. Me refiero a lo de desvariar. A estas alturas no me puedes venir con equilibrios. Pero, bueno, procuraré una leyenda veraz, rotundo, síntesis y brújula.

   Con tal intención emprendo el camino. Método, sosiego, avizor. Releo el primer relato y tomo notas, sobre personajes, la trama, la expresión, algún detalle, paso al segundo y lo mismo, y así hasta el último.
   Cuando termino, retiro los apuntes a un pico de la mesa, los relatos al otro, y pongo rostro, brazos y manos en imagen de intelectual ensimismado (es que me sale así de espontáneo, no es gesto para foto; ni lo digo por petulancia, sino llevado por…, bueno, vale). Hago la consiguiente reflexión, repaso mental o algo parecido. Pero apenas se digna florear algún pensamiento consistente. Me rindo un poco y acerco el par de folios que sostienen mis comentarios. Leo, ya con cierta ansiedad. Subrayo. Traslado a otro folio lo subrayado en plan criba y ahí concentro todos mis filamentos. Nada relevante, o muy poco.
   Así que renuncio al momento, y sobre todo, al lugar. Y salgo de casa. Si es que tanto método, tanto método,… y encima estas alergias mías al sosiego recomendado. Que no, que no. A la calle.
Subo hasta las cumbres del Brillante, bajo por las laderas de Chinales, atravieso Carlos III hasta el viejo Lepanto, me adentro en San Agustín, cruzo la Corredera –todo a pie firme y rápido y enjuto, y espoleando sin descanso todos los ¿anillos? de la corteza cerebral-, sigo hasta El Potro, y Puente Viejo y Campo de la Verdad, hasta la iglesia del Cerro, y vuelvo, Plaza de Andalucía, Puente Nuevo, Vallellano arriba, La Victoria, hacia el bulevar, alcanzo El Vial, y en el último tramo hasta casa, en ese que recorro cada día entre árboles desfrutados y entrañables, titilar de confidencias y atmósfera de melancolías, acierto con la esencia.
   La clave está en el narrador de cada relato, los narradores, varios y uno. Personalidad afín, controvertida, conturbada, identidad de inquietud.
   Todos los relatos con el mismo protagonista, la misma obsesión de denuncia: “Relatos de un neurótico”.
   Jo, me ha costado. Cosa tan elemental…

viernes, 11 de enero de 2013

CRISTIANOADAPTABLE

 (Otro cuento por Navidad)


   24 de diciembre.

    7,30 de la tarde:

   Inmaculada está en la cocina, pelando patatas y abstraída en sus pensamientos. Evocaciones con un hilo conductor subterráneo, un motivo o, quién sabe, la simple justificación de su alma bíblica. Parecen como escogidas de una especie de especiero, o seleccionadas del entramado espiritual que ha ido tejiendo desde los lejanos vértigos de su primera madurez.
   Se sabe pecadora debido al aciago episodio del paraíso terrenal y sus funestas consecuencias para la humanidad, incluida ella misma. Pero, salvado tal escollo por la gracia divina, aspira a merecer una localidad de tribuna en la vida eterna. No en vano dispone de un currículum repleto de fe, piedad y, sobre todo, caridad cristiana. Hasta el obispo, con el que va a compartir esta noche de paz, así lo viene reconociendo públicamente. La última vez ante la asamblea provincial de cáritas: “Inmaculada, eres uno de los puntales de la religión en nuestra diócesis, modelo de caridad cristiana para cualquier creyente”. Ocurrió días antes de casarse Fátima, la menor de sus tres hijas. Lástima que su eminencia excusara su presencia en la boda con otros quehaceres de pastoreo. Pero lo compensó enviando para los nuevos contrayentes la bendición apostólica de Su Santidad. Inmaculada la declamó urbi et orbi durante la ceremonia con arrobo seráfico, similar al experimentado por la novia al escucharla y bastante homologado con el de los invitados, según apreció la beatífica lectora del documento pontificio

   Cándida está en la salita, mirando la tele y sumida en sus recuentos. Rutinas convencionales, transmitidas y asumidas, acríticas, sin respeto con ella misma. Repaso de un inmenso anecdotario vivo pero sin pulso, también inofensivo, que ha ido acumulando hasta su presente senil.
   Aún mantiene la sonrisa fláccida tras la llamada telefónica de Fátima para felicitarle la Nochebuena. Todavía no ha visto a la sobrina-nieta desde la boda; así que ha aprovechado para repetirle lo guapa que estaba, y el novio también, y lo bien que resultó la ceremonia.
   Cuando la conversación se entretuvo en el convite y los invitados, Cándida aludió a los ausentes. Y Fátima respondió con reflejos de vago candor. Pero Cándida metió el bisturí: “Sí, sí, los hermanos de tu madre y sus hijos, tus tíos y primos, ¿por qué no han ido a la boda?, ¿no los habéis invitado? Porque cuando pregunto a tu madre, siempre me sale con que hay gente que no se merece nada y cosas así, pero no me aclara nada” La tía albergaba sospechas, o certezas, o algún inquieto roe-roe. La recién casada desmayó una confirmación brumosa y alegó prisas de ir a cenar con sus suegros, y un beso, pi-pi-pi-pi…

   7,45 de la tarde:

   Inmaculada ha pelado y picado las patatas, y prepara sartén y aceite sin abandonar las perlas de su vocación redentora. Le pasa cada vez con más frecuencia, compagina la rutina terrenal con la meditación trascendente, sobre todo cuando algún nódulo íntimo, seguramente inconfesable, entorpece quién sabe qué flujos de su imagen sacra. Entonces, sistemáticamente, se atrinchera en recios presupuestos religiosos, que no siempre fueron o han sido comprendidos, particularmente por el entorno familiar. Como cuando pretendió catequizar a sus padres, que eran de profundas convicciones católicas, para que comprendieran el alcance teologal del matrimonio con su Gregorito.
   El diminutivo es una constante en su labor evangelizadora, no se sabe muy bien si con carácter afectivo o según sus tarifas de justiprecio social o religioso. Ni siquiera en el caso de su marido cabría arriesgar un parámetro concreto. Porque Inmaculada lo utiliza a destajo –hablamos ahora del diminutivo-, en conversaciones directas con los afectados o en otras en las que éstos, ausentes, son carne de comentario. Incluso alguna vez se le ha escuchado un Manolito refiriéndose al vicario general de la diócesis.

    Cándida sigue con la mirada perdida en la tele y picoteando secuencias de un oleaje a medida.
   Se ha dotado de un surtido muestrario de recuerdos, del que se sirve para solventar conversaciones del cotilleo ambiente y elucubraciones propias. Ahora, por ejemplo, desgrana con cronología de archivero imágenes de bodas. Un barrido de cámara novelera con zoom veleidoso y taciturno en las de sus sobrinos, menos uno. A la de éste no asistió, no figura en su álbum de fotos. Por entonces ya Inmaculada ejercía de cancerbera de las esencias tridentinas, además de usufructuaria de la vida y enseres de la tía Cándida. La sobrina sentenció que el matrimonio civil de su hermano consumaría un estado de concubinato o algo así, declarando su celebración como ignominiosa, pagana, diabólica. Y la tía sintió amenazada la balsa de sus tres avemarías diarias y trasquilado el manso discurrir de su existencia.

   8 de la tarde:

   Inmaculada está friendo las patatas mientras bate dos huevos y continúa repasando fascículos de sus cruzadas. Fórmula recurrente en ella, purifica equívocos del presente con glosas de gestas pasadas.
   Reconoce a Gregorito como su tercer pretendiente en línea cronológica, pero único en alcanzar la redención por la gracia de Dios y porque rindió su alma pecadora a los encantos espirituales y profesionales que irradiaba la funcionaria en cuestión.
   Las reticencias iniciales de sus padres ante la evidente penuria religiosa del pretendiente las solventó o doblegó pronto –cree ella-. Inmaculada reseteó el alma de Gregorito mediante el sistema de inmersión en los cursillos de cristiandad. El camino del altar quedaba expedito.
   El matrimonio normalizado no tardaría, porque Inmaculada tampoco contaba con mucho margen de edad para mayores iluminaciones. Y tras la boda, alguien escuchó las plegarias del desposado y le concedió el empleo de conserje en una empresa conservera, con el proyecto –comentaba ella con seguridad manifiesta- de que enseguida accediera a un puesto de administrativo, en cuanto aprendiera a escribir a máquina.
   Pero ya desde el principio los dedos terrosos de Gregorito, viciados por su anterior trabajo, machacaban las teclas de dos en dos, y no había manera. Renunció pronto, por lo dicho y porque esas deficiencias, como suele ocurrir, le avivaban otras. Seguramente, sólo el sistema de indulgencias plenarias podría explicar cómo el esposo redimido, contando con su sueldo y el de su consorte, que, aunque lo pareciera, tampoco era de aleluyas, consiguió introducirse en el negocio inmobiliario al por menor, exactamente, al por menor dinero declarado. Con él ha alcanzado pingües beneficios, jaculatoria a jaculatoria, siempre a cubierto de esos impíos de Hacienda y bajo el halo benefactor de su mentora. Utilidades de la comunión diaria.

   Cándida permanece en la butaca de la salita y en su balance de cromos. Análisis acolchado, colores primarios, emociones de corralito, latitud plana.
   Sigue callejeando por su histórico de bodas y se detiene, como por obligado cumplimiento, en la de Inmaculada con Gregorito (como otras anfibologías, también reproduce de la sobrina la adjudicación de diminutivos). La tía, testigo neutro de los avatares familiares, calibra ahora, al cabo de los años, cómo su realidad de los últimos lustros resultaría ligada a aquella boda. Cómo imaginar que aquel Gregorito, que entró en la familia de puntillas, que sigue por la vida de puntillas –y haciendo encaje de bolillos-, integraría su galería mental de personajes de ocasión.
   Gregorito celebró que la tía de su esposa veneranda conviviera con el matrimonio y con las hijas que ya iban naciendo, quién mejor que ella para las funciones de señora multiservicios. Desde entonces y hasta bien poco la trataba con decoro, a lo mejor impostado, pero, bueno, pasable.
   Sin embargo, últimamente Cándida ha advertido ciertos cambios en Gregorito, como transformado en un continuo semipresencial: rara vez aparece por la salita donde la tienen relegada, o le concede un “qué hay” cuando se cruzan por el pasillo hacia el baño, y menudeos así. Aunque en ocasiones, a rachas, teledirigidas por la sacrosanta sobrina, Gregorito se planta ante la pobre tía pobre y arremete contra sus ochenta años de neuras, el abandono en que la tienen sus miserables sobrinos, y los gastos de medicinas, luz, brasero y tele que ella genera y que él paga religiosamente (religiosamente, cómo no). Y ella calla y asiente sin más, también sin balbuceo de protesta ni lagrimilla fugaz.

   8,15 de la tarde:

   Inmaculada ha mezclado las patatas con los huevos en una fuente y volcado sobre la sartén ya sin aceite, cocción a fuego medio, bien distinta al hervor que inflama su porfía espiritosa. Ante el fantasma de la maledicencia, divulgar el sacrosanto destino de sus obras, es su lema, también su pantalla.
   Cuenta en su haber con algún destello postconciliar, el que se permitió al afirmar que Gregorito le había dado tres preciosas hijas, no al revés. Una especie de feminismo en clave cristianoadaptable –adjetivación, por otra parte, nada ajena a su personalidad- del que presume en sus reuniones de sacristía, a pesar de ciertos recelos del consiliario de turno, que ella menosprecia. Para algo se considera imprescindible en la logística doctrinal.
   Tres criaturas que la madre se encargó de recibir y educar de acuerdo con los cánones de la teología al uso, así como de difundir tan abnegada labor en cuantos foros y convivencias participaba. Lo de criarlas se le suponía, pero en realidad delegó en la tía Candida. Criarlas en el sentido más explícito del término: intendencia, alimentación, custodia, entretenimiento, etc. Un servicio integral de guardería hasta bien avanzada la edad autónoma de cada cual. Ítem más: la misma tía también tenía a su cargo el servicio doméstico a jornada completa: cocina, limpieza y portería.

   Cándida ha abandonado por un momento sus memorias de balancín y distrae inercias en los reclamos de la tele, publicidad blanda, juguetes y ternura. Enseguida un anuncio rosa la devuelve a sus diagonales, un efecto mariposa previsible, desvaído.
   Ha permanecido en el tópico por pura comodidad, por muchas advertencias que recibiera en sucesivos períodos del pasado. ¿Cuestión de gustos?, ¿de apatía emocional?, ¿o de alguna castración o trauma intelectual de vaya usted a saber? El caso es que las prestaciones dispensadas a las niñas de Inmaculada hicieron honor a su natural dúctil. Su papel de tía soltera con sobrinos ya lo había practicado con los hijos de su hermana, Inmaculada inclusive, pero fue algo entre mostaza y tomillo. Pero con estas tres sobrinas-nietas ha resultado más de cocido y salsa rosa. Y una sonrisa meliflua brota al recordar sus juegos con ellas, con sus regalos de reyes, vestiditos, muñequitas, cocinitas, etc. De la grasa del cocido, de sus abusos y reproches, amnesia.

   8,30 de la noche:

   Inmaculada mira el reloj y acelera el fin de la tortilla de patatas, y prepara rápidamente dos filetes de pechuga de pollo a la plancha.
   Bien que pesaba a Inmaculada el trajín (así lo denominaba ella) que había colocado sobre las espaldas de su entrañable tía Cándida. No perdía ocasión de lamentarlo en cuantas conversaciones viniera a cuento –aunque sonara a cuento-, más que nada por aventar pensamientos malignos o comentarios perversos. E insistía en achacarlo a su abarrotada agenda de obras pías fuera de casa, una pechera abarrotada de pins. Además, justamente la tía había sido una de las primeras beneficiarias de la caridad notoria de la sobrina.
   Todo un clásico en las conversaciones de Inmaculada: se dilata y diluye en explicar y explicar cómo Candidita (los diminutivos de Inmaculada), de natural soltera, cayó en soledad al morir sus padres, quedando con una mísera pensión asistencial que, si a duras penas le daba para comer, menos que nada para mantener la vivienda familiar, por lo que Gregorito no tuvo más remedio que comprársela –al citado por menor, claro-, y ella, la encomiable sobrina, se apresuró a acogerla en su casa y bajo su aura y manutención.

   Cándida siente que los párpados comienzan a ceder, más que al sueño a la presión de la emoción subyacente. Si al fin y al cabo tuviera cerca alguien con quien compartirla…
   Bien que pesa a Cándida la melaza que fondea por los senderos de sus edades. A quién recurrir, a qué sentimientos apelar, rebotarían contra ella misma.

   8,45 de la noche:

   Inmaculada, terminados los filetes, corre a arreglarse. Mientras, Gregorito, revestido ya con sus galas de supernumerario consorte, la apremia desde el salón y aprovecha para renovar imprecaciones, de baja intensidad, eso sí, pero zafias y mezquinas, eso también, contra las limitaciones que la presencia, o simplemente existencia, de la dichosa tía Cándida impone a la actividad cristianoparla del prístino y cabal matrimonio.
   La esposa iluminada se emperimoña, colorete de percalina, labios a juego y vestido de teresiana vip. A la vez que sus pensamientos hacen causa común con el rumiar de Gregorito. Meses antes de la boda de Fátima, casadas las dos hijas mayores, con Cándida frisando ya los ochenta años, y por tanto, incapacitada para buena parte de las tareas domésticas, la santidicha ha pretendido recurrir a sus hermanitos (los diminutivos de Inmaculada) para compartir la carga financiera, ésta sobre todo, y existencial de la tía provecta. Dos lanzadas de calvario que rezuman y resumen toda la hiel de esta pareja de frustrados querubines.
   Pero la respuesta fue tibia, en la doble acepción denotativa y connotativa del adjetivo, la de unos displicente, la de otros bronca, aunque con denominador común negativo: “Te has aprovechado de ella hasta la extenuación, la has exprimido al máximo, le has rebanado sus sentimientos hacia nosotros; y ahora que se ha convertido en un fardo para vosotros… ¿Y tú hablas de moral?, ¿de qué moral?”
   Inmaculada, revestida de sacramental, viene profesando recusación pública de estos miserables, hipócritas, repugnantes, pecadores y por ahí, para los que vaticina, por supuesto, las tinieblas del averno.

   Cándida dormita.

   9 de la noche:

   Inmaculada aprueba al espejo y se apresura a la cocina, pone en una bandeja de fibroplastic el plato de la tortilla, el de los filetes de pollo, una naranja y cubiertos, vuela a la salita, aterriza en la mesa con la impedimenta y dice a su tía:
   - Aquí tienes la cena, Candidita. Pero, mujer, no te duermas, que esta noche es Nochebuena. Ya sabes, que nos vamos a cenar con el señor obispo y el grupo de caridad diocesana en una residencia de ancianos. Si tus sobrinos se hubieran portado contigo de otra forma, ahora estarías… Pero, bueno, que vamos tarde. No te quedes levantada hasta las tantas. Que apago el brasero, no sea que se te olvide y nos metas fuego a la casa.

   Cándida espabila el rostro macilento, asiente con el automatismo acostumbrado y se pone a comer, sin recursos…